La crisis institucional de México pasa por la reforma a los gobernadores

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+ Veracruz, Chihuahua, Nuevo León… en todas, el resultado es desalentador


El federalismo mexicano vive una resaca terrible con la inoperancia y corrupción actual de los gobiernos estatales. Si en el pasado la mayor queja institucional parecía provenir del gobierno federal y de las arbitrariedades propias del régimen presidencialista —entendido éste como un sistema presidencial exacerbado, propio de las incipientes democracias latinoamericanas—, hoy buena parte de los mayores problemas institucionales tienen su origen en la contradictoria figura de los gobernadores. Éstos, a pesar de la enorme evolución institucional que le apremia al país, siguen extremadamente sometidos en algunas atribuciones y, paradójicamente, excesivamente libres en otras. Si se busca la confianza del ciudadano en el Estado, esa es una de las figuras que debería modificarse con urgencia.

En efecto, hoy abundan las historias relacionadas con la corrupción de varios gobernadores. En el caso de Veracruz, Chihuahua, Quintana Roo y varias más, se acusa a los ex gobernadores de haber dejado deudas estratosféricas, además de graves problemas en rubros como la seguridad. Y en otras entidades —como Oaxaca o Puebla— que hoy tienen menos atención de la opinión pública nacional, tampoco distan demasiado de esos mismos problemas que tienen una derivación de fondo en la corrupción.

En realidad, hoy que están en juego cuatro gubernaturas, y que ello no será sino la antesala de un proceso electoral mayor, ese resulta ser uno de los problemas de fondo para la generalidad de los partidos y para la credibilidad y legitimidad en general de la importancia de la renovación del poder público. Es evidente que este asunto superó por mucho la esfera de los problemas ordinarios, y que se ha incrustado como uno de los más graves en la vida pública del país. La corrupción, como problema genérico del Estado, se particulariza en temas como la impunidad, pero también se bifurca en la inoperancia de las instituciones y en las excesivas libertades que tienen hoy algunos servidores públicos. Y ello se refleja con toda claridad en los gobernadores.

Pues, por un lado, seguimos siendo testigos de que hoy son algunos gobernadores los que mejor ejemplifican los problemas de corrupción en el país. En este momento son César y Javier Duarte en Chihuahua y Veracruz, respectivamente. Previo a ellos fue Roberto Borge en Quintana Roo. Pero hace un poco más de tiempo fue Guillermo Padrés en Sonora; Fausto Vallejo en Michoacán; y antes fue Humberto Moreira en Coahuila. Es decir, que este es un problema sistemático, en el que gobernadores de todas las facciones, grupos, partidos y antecedentes, comparten el mismo problema de haberse excedido en sus funciones y haber incurrido en todo tipo de irregularidades, particularmente con las que tienen que ver con el ejercicio de los recursos públicos, y las tentaciones del peculado.

Y como si eso no fuera suficiente, resulta que esos mismos gobernadores han entregado gestiones verdaderamente desastrosas en cuanto a resultados. Hoy el país está incendiado por la criminalidad, por la violencia y por la impunidad. Y el rasgo distintivo –para variar— son los gobernadores completamente incapaces de controlar las situaciones de riesgo en sus respectivas entidades. Todos por igual, claman por ayuda federal ante la evidente incapacidad de controlar un problema que en gran medida ellos contribuyeron a crear.

Lo hicieron cuando permitieron que la delincuencia le ganara terreno al orden público; cuando distrajeron recursos prioritarios para el mejoramiento de las policías, para otros fines; cuando asumieron que la seguridad no era un tema estatal sino federal; y cuando, por indolencia o por candidez, dejaron de atender ese y muchos otros problemas que hoy, por su dimensión, tienen también rebasado al gobierno federal.

PODER DE CLAROSCUROS

¿Y no son esos mismos gobernadores a quienes se acusa, por ejemplo, de haber sobre endeudado a sus entidades federativas? Son ellos mismos, porque en esos controles y libertades que hoy tienen los Ejecutivos estatales —una de las figuras que particularmente no ha sufrido modificaciones sustanciales en el esquema constitucional federal, a pesar de la alternancia de partidos en el poder y de los cientos de reformas que en los últimos 17 años se han hecho a la Constitución— les siguen permitiendo ejercicios discrecionales del gasto y, además, controles muy anticuados de los contrapesos democráticos.

¿Cómo se puede explicar, entonces, que la gran mayoría de los gobernadores, independientemente de la filiación política de la que emanaron, enfrenten problemas similares de acusaciones sobre endeudamientos irresponsables? En ese rubro, ninguno de los partidos sale bien librado, porque más bien ese ha sido un efecto nocivo de la praxis política que, además de reflejar irresponsabilidad en el ejercicio del presupuesto, revela también la inexistencia de contrapesos reales o, en su caso, de una relación de connivencia entre los gobiernos y las fuerzas opositoras.

Los hechos así lo demuestran: todos los gobernadores, para contratar deuda y comprometer sus ingresos fiscales futuros, necesitan el aval de su respectivo Congreso. Y todos los gobiernos endeudados tienen fuerzas opositoras que prácticamente en todos los casos terminan respaldando al gobernador en sus intenciones, ya sea porque entablan negociaciones para compartir los beneficios, o porque simplemente existe un problema de sometimiento permanente de la oposición al oficialismo. Y, en cualquiera de los casos, todo esto ocurre gracias a que no existen los equilibrios efectivos en el ejercicio del poder.

En todo eso, la propia federación ha sido corresponsable. Pues a pesar de la transformación institucional que ha sufrido el país, y de las modificaciones al esquema de poder del Presidente, resulta que los gobiernos estatales siguen siendo muy dependientes del paternalismo federal, que en gran medida se ha promovido —valga la redundancia— desde la propia federación.

Por décadas —antes y después de la alternancia de partidos en la presidencial, en el año 2000— el gobierno federal ha buscado restarle facultades sustantivas a los gobiernos estatales, menguándoles sus capacidades recaudatorias, ejecutivas, administrativas, de seguridad y de desarrollo. Por eso, el gran poder lo ha seguido teniendo la federación —cosa que no cambió ni con las reformas estructurales recientes— y los gobernadores están reducidos a la cómoda posición de jefes políticos de sus entidades federativas, aunque con márgenes muy limitados de acción para enfrentar con bases los problemas de los territorios que gobiernan.

Por eso no es ocioso el señalamiento sobre la urgencia —hipotética— de que evolucione la figura de los gobiernos estatales. Lejos de menguarles aún más el poder, se le deben dar las responsabilidades que hasta ahora se le han regateado, y se le deben poner los controles que hasta ahora han evitado. Conforme pasa el tiempo y los problemas nacionales, queda cada vez más claro que los gobiernos estatales están rebasados.

DESARROLLO REAL

No se ha querido entender que no se trata de seguirlos supliendo, o de quitarles aún más facultades, sino todo lo contrario: como a un adolescente que está en desarrollo, a los gobiernos locales se les debe dar responsabilidades y obligarlos a que las asuman. Sólo de ese modo se podría ir menguando la figura parasitaria que hoy tienen en general los gobiernos estatales respecto a la federación, y se impulsaría el replanteamiento de la figura sustancialmente.

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