Thalía, la del barrio

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Mariano Estrada Martínez

En 1992 me fui de provincia a vivir al entonces Distrito Federal. Era la primera noche que pasaría en un pequeño cuarto del sexto y último piso de un viejo edificio en Santa María la Ribera. Venía saliendo de la Normal, cerca del metro San Cosme. Traía hambre, cansancio y un par de monedas. La avenida atiborrada de comercios antiguos, cafés de chinos, muchas estéticas donde atendían chicos que parecían chicas, viejos tendejones, locales vacíos de cortinas grafiteadas y edificios añejos con perritos de piedra en las fachadas. Entrada la tarde, a medida que me acerco a mi edificio observo un pequeño grupo de gente en la puerta y justo a sus pies yace un joven boca abajo, se retuerce, no grita solo gime. Mueve un poco una de sus piernas mientras que el resto de su cuerpo no le responde. Tal vez se encuentra desmayado, pienso. Vuelvo a sentir cansancio y hambre y ahora también fastidio y preocupación. Llega un policía, sabe lo que pasó, con su bota lo mueve: – ¡Eh tú como te llamas!, -le grita, el joven no responde, solo gimotea.  Le sigue moviendo sin tocarlo con las manos, sólo lo mueve con la bota. Hace una palanca entre la puerta y el joven y lo voltea: ¡Horror!, un charco de sangre le baña todo su pecho y la banqueta. Tenía delante de mi no un vivo, sino un muerto. Nunca había visto uno.  

Resulta que un vulgar ejecutor de una joyería le dio alcance, había intentado asaltarlo y éste le disparó en el mero pecho, todavía pudo caminar unos diez pasos y se desplomó frente a mi edificio. La gente le miraba en silencio mientras él dejaba de existir, sin una sábana, sin una veladora, sin santos óleos, como si la justicia humana no se avergonzase ante esa sentencia condenatoria. 

Una calle adelante se escuchan muchos gritos, la gente corre hacia un Grand Marquis negro. ¡Es Thalía!, gritan. El Grand Marquis se detiene frente al 153. Una veintena de admiradores y curiosos rodean el carro. Yo avanzo una cuadra mas, lo único singular que pude observar era eso: La gente en un extraño paroxismo, en un clima de excitación y euforia gritaba y se arremolinaba en torno al Grand Marquis. Un muchacho con ombliguera y maquillaje rudimentario era el que mas gritaba mientras brincaba y movía sus manos: ¡Thalía te amo!, lloriqueaba, se mordía los labios. Traía sandalias y sus uñas pintadas de colores, una panza lombricienta asomaba por su ombliguera. Volvía a gritar: ¡Thalía mírame!  Yo no vi a Thalía, parece ser que bajó muy rápido y ya la esperaban porque la maniobra duró un segundo y medio. Pero la gente no se quitó, esperó como se espera algo grande y ahí se esperó porque sabía que iba a volver a salir y aparecer otro segundo y medio.  Yo tenía hambre, cansancio, aborrecimiento y ahora curiosidad. 

Volví a pasar por mi edificio. Había una patrulla y una camioneta blanca. Entre dos judiciales subieron al joven en la batea, como cualquier costal, como para causar espanto a los demás delincuentes. No lo depositaron con cuidado, lo aventaron balanceándolo, contando hasta tres.  Mis tripas crujían mas que mi corazón agujereado por la escena. Me moría de hambre. En la esquina vi que vendían unos pambazos de esos bañados en salsa roja y sancochados en aceite, creo que tenía dos pesos de papa adentro, quizás menos porque no me sabían a nada de eso. Comí de tres bocados el pambazo sin nada para pasármelo, no tenía mas dinero. Pensaba en el condenado, pensaba en mi cuarto, pensaba en Thalía y en el joven estilista de uñas pintadas y sandalias que gritaba gárrulamente. 

La puerta del 153 se abrió y una gran exclamación me sacó de mis pensamientos. El Grand Marquis inició su camino y advertí como iban detrás del carro gritando y agitando las manos. El joven de la ombliguera quedó en la banqueta de rodillas, lloraba y pareciera que se enterraba sus uñas en sus propias manos. 

Con un sinfín de sensaciones regresé a mi edificio, la portera lavaba con agua y jabón el charco de sangre. No había ministeriales, ni cintas amarillas de “escena del crimen”. Ahí no pasó nada.  La camioneta blanca seguía ahí, con el joven boca abajo, ellos fumaban y tomaban una coca cola, terminándola se fueron dejando tras de si la materia prima de la vida en Santa María la Ribera, una cantidad enorme de sustancias pletóricas de ciudad: humedad, sangre, agobio, agua y jabón, perfiles de delincuentes y de divas, admiración e indiferencia, exceso de morbos extraños, la vida de los famosos y la de los desgraciados. 

Esa tarde no conocí a Thalía, pero sí al “Thalía, el del barrio” y un poco del corazón o más bien, del hígado y del páncreas de la Ciudad de México. 

SEPTIEMBRE DE 1993

SANTA MARÍA LA RIBERA. 

Twitter:

@PROFEMARIANO1

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