El sueño de un artista expulsado por la gentrificación del barrio Jalatlaco

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Renato Galicia Miguel

La gentrificación del barrio Jalatlaco, ciudad de Oaxaca, en costo de renta: en 2001, el artista Demetrio Barrita pagaba por el local de su estudio mil pesos, y en 2016, tres mil, un precio que fue el último que pudo solventar, pues los diez mil a los que subió en ese año era demasiado, aunque no tanto como los más de 20 mil en que se cotiza ahora el espacio.

Por eso hoy está aquí, en la casa que fuera de su madre, en la colonia América Norte, en Ixcotel,  donde ahora es su estudio y transcurre esta charla de cuatro horas, ambientada con su huerto urbano; aromático ígnea veracruzano, fruta con granola; libros aguerridos como “La inobediencia de los mixtecos de Achiutla en el siglo XVI” (Seculta Oaxaca, 2010) o “La hora del café/ Dos siglos a muchas voces”, de Armando Bartra, Rosario Cobo y Lorena Paz (Conabio, 2011); prensa de madera con alma de metal para serigrafía hecha por él; esculturas, y las obras de una exposición frustrada por la pandemia en la Universidad de Guadalajara que, para darles salida, pondrá en catálogo bajo el título de “Metáforas divinas”.

De Jalatlaco, prácticamente lo expulsó la gentrificación, en un hecho que confirma una postura de este loxicha nacido en el barrio del ex Marquesado: “ser artista en Oaxaca es muy difícil por todos los círculos herméticos y la competencia desleal que existe”.

Demetrio Barrita (Oaxaca, 1957) tiene “80 % de indígena y 20 % de razón”, comenta entre risas y luego explica por qué.

Un día, estuvo en sus manos el acta de matrimonio de su padre y madre y leyó que a ésta, Teresa Barrita, la registraron como “gente de razón” y a aquél, Tereso Ambrosio, como “80 % indígena y 20% de gente de razón” –aunque este indígena era hablante de zapoteco y también de español y, por lo tanto, traductor, acota–, y de ahí nació ese juego de palabras que lo define y que define también su idea sobre el clasismo, “una que precisamente llevaría a mis orígenes indígenas”, indica, y luego reflexiona: “uno viene de abajo, casi del subsuelo, y desde ahí enfrenta la discriminación. Uno entiende desde una perspectiva diferente qué son las clases sociales, además de que se da cuenta que realmente existen en el mundo, el país y hasta en nuestro pueblo: los de ‘razón’ y los ‘indígenas puros’ de los que hablaba, y que a partir de ahí como que se manipula, se clasifica: ‘yo soy zapoteca del Istmo, yo soy zapoteca del centro, yo soy zapoteca de la sierra Juárez’. Tenemos ese ego, pero creo que, a mayor edad, conocimiento y seguridad, se puede superar todo eso”.

Es una idea que complementa con su noción del racismo: “los mixes dicen: ‘somos los jamás conquistados’, pero están llenos de Coca-Cola y Corona y don Bosco. Decimos que somos puros, pero no es cierto, no hay pueblo puro, somos una mezcla de pueblos. No hay pueblos originarios, para mí hay migración, pues no nos podemos estar quietos, somos un mundo que va y viene, no veo una ‘raza’ mayor que otra; pero, bueno, nos clasifican para estudiarnos y desde ahí empieza la discriminación”.

Adolescente, Demetrio Barrita se fue a cursar la secundaria a Puebla. Estuvo tres años estudiando mecánica de precisión y diseño industrial y cuatro  como empleado en la Volkswagen de México, hasta que un día, viéndolo dibujar, un alemán al que apodaban el Oso lo apartó y le dijo: “vete de aquí, estudia, o vas a acabar como estos pendejos, jugando futbol y emborrachándote los sábados”.

Ya en el entonces Distrito Federal, fue postulante en un centro de vocación franciscano, se acercó a la economía política, la crítica de arte y la historia; conoció durante solo 15 días a un simpatizante de la Teología de la Liberación que lo marcó, Jorge Domínguez, un irreverente que, cuando le pedían que rasurara su barba,  contestaba: “cuando caiga Pinochet, me quito la barba”.

Era el inicio de la década de los ochenta. Luego, en 1985, llegó a la diócesis de Tehuantepec y estuvo con el padre Arturo Lona. Pero cinco años después, en 1990, decidió que se dedicaría solo al “arte y no a otra cosa”.

Fueron años de formación, investigación, talleres en el Distrito Federal y Jalisco, pero con base en Oaxaca; de Carteles del Sur adquirió un equipo de serigrafía a diez mil pesos y se dedicó cinco años a la producción comercial.

Traía de San Agustín Loxicha la herencia del café, pues su madre nació entre cafetales. En 1998 presentó una exposición alusiva a temas ambientales en Etla, que fue uno de los primeros municipios del estado en tener una Regiduría de Ecología, y en 1999 exhibió en la Casa Latina de Seattle.

Con mil pesos de renta y mil como depósito, en 2001 abrió su estudio en Jalatlaco, donde estuvo 15 años: inició con talleres populares y cerró en 2016 con una muestra de Smeck, Javier Santos, un grafitero de la agencia Santa Rosa Panzacola que fue su alumno y que entró a estudiar a la Escuela Nacional de Arte, pasando por infinidad de avatares,  como la elaboración de bombas molotov para los profesores de la Sección 22 en el 2006.

Después cambió su destino, se fue a vivir a Berkeley, California, porque siempre le gustó cómo sonaba ese nombre, y desde ahí viajó a Nueva Zelanda, donde elaboró y presentó obra con material reciclado, lo cual le valió una invitación a Laos, Vietnam y Camboya.

Ahora “ya me di cuenta –comenta– que está bien chiquito el mundo, que es redondo y que los pueblos indígenas, que tienen muchas similitudes, son los que lo han mantenido a flote”. 

—Y después de darle la vuelta al mundo, ¿cuál es tu idea de la cultura?

—Tiene que ver con la  vivencia en la comunidad, en una colonia, lo que yo llamo una cultura viva, y no con el anuncio ese que sugiere algo  bonito, folclórico. 

—¿Y del arte?

De tu arte a mi arte, prefiero miarte, decíamos antes. Un pueblo que no tiene arte, no existe.  Cuando llegas a una comunidad, lo primero que encuentras es una pieza de arte, que a veces puede ser lo aparentemente más insignificante, pero que  constituye un concepto de vida, lo que está haciendo la comunidad, que tiene que ver siempre con un contexto social.

—¿Y centro (de Oaxaca)?

—Las modas, los cafés, las tiendas-boutique, están expulsando a quienes  no participan de ello. Está sucediendo en cualquier ciudad: eres expulsado porque no participas en la mentalidad del capital, del consumismo del centro. En lo particular, a mí me gusta más el término periferia, que es lo contrario.

—¿Grupos, mafias?

—En el arte existen los grupos herméticos, cerrados,  una manera de competencia desleal para poder subsistir. Supuestamente, si no eres de un grupo, de un clan, no existes, estás fuera de la jugada. Si no eres gente de Toledo o  de Takeda o de Mayagoitia o de la Seculta, por ejemplo, presuntamente no tienes una referencia, eres casi antisocial.

“Son esquemas ridículos y falsos hasta la chingada”, ante los cuales prefiero, después de dos años recluido por la pandemia, buscar “mi sueño de tener un vehículo usado donde quepan un microestudio y un microhuerto para desplazarme dando talleres por la periferia”.

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