Adrián Ortiz Romero Cuevas
Por momentos nos resultó hasta ociosa la palabra “democracia”, en todas las acepciones y formas de comprensión que genera dicho término. Luego de la tercera transición en México, parece que echamos a dormir los estertores de la palabra y nos hemos ido acomodando (¿resignando?) al regreso del régimen de partido hegemónico. Pero cuando parecía que todo volvía al aburrimiento democrático que décadas permeó en México, nos encontramos con la elección judicial.
En efecto, a grandes rasgos, podríamos comprender que la democracia ocurre cuando el pueblo interviene directamente en la elección de sus gobernantes, en la determinación de su organización política, y en ser el titular de las garantías, derechos, servicios y obligaciones que impone y presta el Estado. Todo eso podríamos entenderlo perfectamente. Sólo que eso sería tanto como limitar los amplios alcances de la democracia, cuando ésta es comprendida en toda su magnitud.
Tradicionalmente, a pueblos como el mexicano se nos ha sembrado la idea de que la democracia comienza y termina cuando el ciudadano común se erige legítima y posiblemente como votante, emite su sufragio y éste cuenta de modo efectivo en la decisión colectiva de quiénes serán los gobernantes para los años siguientes. Es, cierto, una forma básica y efectiva de hacer valer la intervención popular en las decisiones del poder. Pero también es un concepto limitado, que lleva a naciones como la mexicana, a ciertas “irresponsabilidades” y desatenciones que redundan en atrasos.
La democracia, se supone, es el voto; pero mucho más que éste: democracia es que los gobernantes realicen sus gestiones públicas cumpliendo cabalmente con los requerimientos de honradez, legalidad, transparencia y rendición de cuentas.
No obstante, democracia es también que el ciudadano se involucre en la labor del gobierno. Puede hacerse desde la opinión pública, desde la generación e impulso a la sociedad civil organizada; en la exigencia de claridad en la gestión gubernamental y en la búsqueda de que los poderes públicos cumplan con sus deberes, y otorguen y respeten los derechos y servicios que están obligados a prestar a la población.
Hoy podríamos pensar que tenemos una democracia más sólida, aunque en realidad nuevamente tenemos que poner a debate los conceptos que se supone que ya eran sólidos y estables. Se suponía que ya teníamos una democracia mucho más sólida, porque ya no existía un partido hegemónico (el PRI, aunque ahora existe Morena); también pensábamos que las decisiones presidenciales sobre la sucesión ya no eran la ley implacable de antes (hasta que nos topamos con YSQ). Y así podríamos seguir adelante. Nada volvió a ser como antes, aunque parece que sí. Y justo ahí fue donde nos topamos con la elección del Poder Judicial.
Hoy debemos preguntarnos si realmente estamos preparados para todo ello. Los primeros ejercicios de la democracia en la elección judicial no parecen claros. Los candidatos no saben cómo actuar; no tienen nada que ofrecer; y desde los sectores oficiales resuena la idea de que ya todo está anticipadamente decidido. Tenemos que repensar con mucha serenidad lo que ocurra el primer domingo de junio. Pero antes tenemos que ver qué pasa en mayo. Este ejercicio democrático, que puede ser calificado de histórico, también podría terminar siendo tildado de catastrófico.
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