Mariano Estrada Martínez
Pedaleaba por anónima calle de la Colonia Antiguo Aeropuerto paseando con mi vieja Benotto, sin nada, nadita de prisa, tranquilo, en paz; o como dicen los filósofos alemanes: andaba yo baboseando. En esos menesteres taciturnos y de inmensa armonía recorría una de las calles de esta maltrecha ciudad oaxaqueña, cuando una atractiva desconocida de buen ver, cuyo rostro no recordaría por culpa de sus entalladísimos pantalones rotos de mezclilla y altos tacones, eso sí, tomada de la mano de un mequetrefe que más bien parecía iba a conducir un mototaxi que el BMW que se aprestaba a subir. Bueno, andaba yo en tan sumisas y santas cavilaciones, cuando de pronto al costado contrario de donde mi mirada se había extraviado inexplicablemente, un maldito ladrido de intensidades poco cívicas y llevadas demasiado cerca de mis entrañas, constituían uno de los mayores sustos de mi vida.
El maldito can, más escurridizo que aguinaldo de obrero y más bravo que político sin hueso, arremetió contra mi pie izquierdo atorándose su quijada entre mis tenis y el pedal, no exagero si digo que escuché el colmillar del criminal canino chocando contra los fierros del pedal, bueno, en verdad si estoy exagerando, pero, bueno… ¡Déjenme ser, estaba yo espantado!
¿Qué hacer ante el singular ataque canino? ¿Marcar al 911? ¿A la gendarmería francesa versión tenochca? ¿Al VAR de Brizio Carter? ¿Tirarme como Neymar y engañar al terrible depredador? Estaba sólo y mi estremecida y acongojada alma. Perro y hombre, hombre y perro.
Como pude me solté con todo y tenis que el cuadrúpedo tuvo la gentileza de tomarlo por la suela, me escudé del otro lado de la virula y empecé a emitir sonidos onomatopéyicos y guturales de toda magnitud, idioma y prosapia. El corazón late a razón de 400 latidos por minuto y una extraña sensación te recorre el abdomen y sintetiza en las piernas volviéndolas gelatina. Gracias a Dios, una moto pasó en ese momento y el “Asesino de la Antiguo Aeropuerto” se fue detrás de él.
Desde entonces ya no me distraigo en el camino, opté por ponerme una mascarilla estilo caballo de hipódromo y sigo mi camino en línea recta. Ya no volteo a ver nada que se parezca a las chicas que dan el clima. Cada que veo un perro freno un poco, trato de verlo pero sin hacer contacto visual directo, lo miro desde lejos, de cerca y de reojo, porque hay algunos malnacidos que mustiamente esperan a que cantes victoria y luego saltan hacia ti por la retaguardia insultándote a ladridos, que gracias al cielo no entiendo.
Soy amigo de los perros, pero de que te meten cada susto… y estoicamente he aguantado ese trauma por años y he sufrido en silencio ese mal que me aqueja desde siempre. Tengo una vecina que adora a los perros callejeros y les da de comer. Ya hay unos seis o siete fuera de su casa, evidentemente desde hace años tengo que dar tremenda vuelta porque es imposible pasar por mi calle en bici. Los condenados ya me ven desde lejos y se avientan todos juntos sin darme tregua.
Pedalazo final: A mí los perros me caen bien y pienso que las razones por la que los perros atacan, es por su natural instinto de cazar o porque invadimos su territorio,…masiosare un extraño enemigo, pedalear por tu calles… y porque muchos de ellos tienen dueños que irresponsablemente los echan a la calle sabiendo que son bravos y atacan.
¿Qué he aprendido? A disminuir mi velocidad si veo un firulais, bajarme de la bici desde antes, no andar de mirón, no intentar escapar, y si puedo no demostrar desasosiego y temor porque asegún decía mi madre: “los perros huelen el miedo”.
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