“Mi escuela y el terremoto”

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Carlos Carlitu Dobleclick

En aquellos tiempos en que don José era presidente y el PRI nuestro partido omnipotente, al medio día de un venturoso septiembre llegué por primera vez al mágico recinto de muros amarillos de la mano áspera de mi padre.

El recinto estaba compuesto por dos alas de dos niveles y en medio el foro con el asta bandera. Al norte, subiendo las escaleras estaban las canchas, una de fútbol y dos de basquet. La de fut era única en el mundo: justo en medio tenía un central imparable: un pochote gigantesco en el que los pequeños émulos de Evanivaldo Castro “Cabinho” encontraban el freno a sus impetuosos avances. El pochote enhiesto soltaba en marzo poéticos copos de algodón que el viento marítimo dispersaba por toda la ciudad y puerto.

Aquellas instalaciones construidas en 1948 albergaban dos escuelas primarias diferentes. Ahí aprendí que había clases sociales. Por alguna razón que desconocía los niños de la Leona Vicario del turno matutino iban perfectamente bañados y uniformados con los zapatos boleaditos, en cambio, los de la tarde, alumnos de la Independencia, íban sin uniforme, con calzaletas y con las manitas manchadas de grasa de calzado El oso. Los estratos sociales estaban divididas por la línea divisoria del horario y la lucha de clases se reflejaba en las paredes: “putos los de la mañana”, en seguida la respuesta puntual y contundente: “pinches pobres de la tarde.”

En aquella escuela vespertina pasé los seis años más hermosos de mi vida y recibí mis primeras lecciones:

En aquellos tiempos prehistóricos ir al preescolar era un lujo que los hijos de los trabajadores no podían darse. Yo aprendí a leer con el método del silabario de San Miguel aderezado con una buena dotación de coscorrones paternos. Cuando entré a la primaria mixta vespertina federal ya había leído las historias completas de Mortadelo y Filemón, “La Pequeña Lulú” y dos que tres obras de Ortega y Gasset.

Tuve la buena suerte de ser un niño lector a temprana edad. La maestra Marthita, mi maestra de primero, hacía una distinción conmigo: después de organizar las lecturas del libro de lecturas I sacaba de su Michael Korps un sándwich de chocolate derretido que sabía a lo más delicioso del mundo. Y fue la primera vez que el talento me generó un problema.

El tratamiento diferenciado que me prodigaba la maestra no le agradaba a un niño ya grandecito que había repetido el primer año tres veces, así que a la hora del recreo, frente al pochote, me la hizo de tos: “te crees muy listo, te voy a madrear”, mientras bailoteaba al más puro estilo de la Cobra de Detroit.

Antes de golpearlo recordé que tenía que aplicar los parámetros del uso de la fuerza por lo que intenté infructuosamente hablar con él pero para mi desgracia no me hacía caso, de improviso, apareció Felipa, una niña bella, desarrollada y robusta quien aplicó al mocetón Cabrera el segundo nivel del uso de la fuerza y lo neutralizó, a base de panzazos.

“Ven” me dijo “yo voy a cuidarte para que nadie te haga algo”, y a partir de ese momento mis recreos estuvieron protegidos por la benevolencia de mi amiga Felipa. Yo no sabía entonces por qué aquella muchacha robusta, alta, fuerte, que lindaba los trece años se atrevía a defender a un niño de seis, sin más interés, bueno, eso espero, que la pura amistad. Aquella tarde, tuve una nueva hermana sin tener vínculos de sangre ni parentesco en línea colateral por ningún grado. Defender al prójimo es algo muy importante sobre todo cuando se hace de manera innata, cuando no te guía ningún propósito avieso, cuando se hace de corazón pues.

El año pasado fui al mercado y vi a Felipa, la saludé pero no me identificó. Sigue igual de bella y sana y no encontré otra manera de agradecerle su protección y su cariño más que comprarle doce tamales: ocho de mole y cuatro de res.

También aprendí ahí, en ese edificio a disfrutar la poesía, iba en segundo año cuando el maestro Pedro me llamó hasta su escritorio “Carlos” me dijo, “vas a recitar en el homenaje” mientras me daba el libro de Poesías Patrióticas Mexicanas. Llegué a mi casa y me aprendí de un tirón todas la poesía a los próceres.

Empecé a aburrir a la multitud porque cada vez que había homenaje me subían a declamar un poema para los héroes. La poesía me generaba conflictos ideológicos porque a veces declamaba loas a Carranza y luego a Villa y pues, como se dice en estos tiempos, así no se pinchespuede.

Un lunes de mayo, al recitar la poesía, tuve una epifanía. Había descubierto algo, el ritmo en las palabras, advertí que la poesía es ritmo, que la acentuación otorgaba muscalidad y dije “de aquí soy”. Supe entonces que no bastaba que rimaran las palabras finales de las oraciones sino que era necesario darles una melodía y un ritmo. Y además, todo debería ser original y bello.

Todo habría pasado sin pena ni gloria de no ser porque una compañerita de mi salón de cuyo nombre no quiero acordarme se me acercó y me dijo “recitaste muy bonito” y me compartió una naranja sazonada con miguelitos. Ahí supe que algo tenía la poesía, que servía para algo y que podría darme algo más que aplausos.

Más tarde en quinto, mi querido maestro Andrés Garrido me acercó a Machado, Onetti, Neruda, quienes me explicaron, como dice el genio de Úbeda, que tras las montañas estaba el mar.

Siempre me atormentó qué iba a ser de grande. Mis compañeritos lo tenían claro: Oscar Alberto iba a ser ingeniero petrolero y Adrián Teniente de Navío. Lorena Olivia cantante. Nunca estuvo en mi ámbito de ensoñación ser bombero o piloto aviador. Cuando naces en un puerto petrolero y pesquero sólo puedes aspirar a trabajar en la refi o embarcarte de pavo en el Istmeño I. Pero si la brisa marítima te golpea la cara incluso cuando estás en tu pupitre de clases y adviertes la injusticia cotidiana puede ser que aspires a ser defensor o poeta. Y la vida me castigó siendo las dos cosas.

Todas estas historia se las cuento porque el hermoso lugar que he descrito ya no existe. Los grandes sismos de septiembre fracturaron las estructuras envejecidas de aquel recinto generoso. Hace apenas unos días “las manos de chango” dieron cuenta de las estructuras de aquel bello conjunto arquitectónico. Ya no hay más alas A y B, ni foro, ni dirección ni explanada. El conjunto de baños donde ciclícamente se aparecía un señor sin cabeza ha quedado destruido.

En este mundo de prisas y de olvidos, inmersos en la vorágine y en la lucha por el pan cotidiano fue derruida la Leona Vicario. Entre los escombros quedaron miles de historias que seguramente fueron a rellenar oquedades y a cimentar nuevas construcciones. Entre los escombros se fueron los suspiros, las anécdotas, las angustias de más de cincuenta generaciones de alumnos.

En Juchitán, antes de que fuesen derruidos los templos lastimados por el temblor la gente iba a cantarles y a orar y llorar. Yo grabé un video donde decenas de personas consternadas cantan “La última palabra” frente a la iglesia maltrecha del patrón San Vicente y al verlos llorar se me salieron dos lágrimas. Pero a mi escuela moribunda nadie le cantó, ni le dio las gracias ni le llevaron flores, por los servicios prestados.

Sean estas palabras mi canción y mi agradecimiento.

Públicado siete de septiembre 2019

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