Renato Galicia Miguel
Dos cosas horribles han sucedido en las últimas semanas: una, el fallecimiento del enorme pícher mexicano Fernando el Toro Valenzuela; y dos, la publicación del libro Vivir y morir jugando beisbol, del exbanquero de origen libanés disfrazado de altruista Alfredo Harp Helú. Por eso escribimos estas líneas.
De haber sabido que en el año 2024 el exbanquero vuelto supuesto filántropo Alfredo Harp Helú —primo hermano de Carlos Slim Helú y tío de Susana Harp Iturribarría—, sería el dueño de los Diablos Rojos del México, los Pingos no habrían sido nunca mi pasión cuando tenía nueve años.
Si a esa tierna edad, Nostradamus o ya de perdis Monhi Vidente me hubiesen advertido que el dueño —a presión o güevo, como dirían en el barrio— de cuanto inmueble en el centro de la ciudad de Oaxaca también le iban a dar en comodato, un fraude disfrazado de altruismo, un espacio para que en la deportiva Magdalena Mixhuca construyera su parque de beisbol en la Ciudad de México, jamás mis castos oídos se habrían pegado a un radio de transistores para escuchar toda la ruta de un Diablos-Tigres con la narración del Rápido Esquivel.
A pesar de mi corta edad, de saber que el exdueño de Banamex que fue rescatado por el atraco del siglo XX llamado Fobaproa, iba a construir un parque de “nivel mundial” para los Guerreros de Oaxaca para seguir usufructuado el estadio Eduardo Vasconcelos a su antojo, serían inexistentes en mi vida mis ídolos el Diablo Montoya, Enrique Romo y el Abulón Hernández —después creador de la Anabe, una combativa liga que buscó enfrentar a los mafiosos de la Liga Mexicana de Beisbol.
Pero nunca supe de eso y feliz jugaba beisbol primero con pelota de esponja y a puño pelón en el pavimento de la Segunda Cerrada de la Calle 8, en la colonia Granjas San Antonio, en los años setenta perteneciente a delegación Ixtapalapa, y después, ya con guante y pelota de veras, aunque con un bate de palo de encino, en el Xitle, en Tlalpan, entre los terrenos del Ajusco medio, con una bola de cabrones de entre los que salió Ricardo, el Cenizo, un veracruzano que era una madre para el beisbol y el futbol, y quien terminó jugando como cácher precisamente en los Pericos del Puebla.
También disfruté a lo bestia el jugar como shortstop y primer bate y haber sido campeón con la novena de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, así como con los Gallos de Santa Rosa en Xochimilco —al que me llevó el Cenizo, precisamente—, un equipo de El Bajío, bravo como la chingada, cuyos jugadores vivían en la unidad AMSA, la que está en el cuadrante de Periférico y avenida Xochimilco, en la Ciudad de México.
Aunque, pensándolo bien, no creo que cambiaría esas etapas de mi vida por nada, aunque hubiese sabido que Alfredo Harp Helú iba a pasar por un promotor del beisbol, siendo un depredador financiero de cuanto se le ponga enfrente.
Menos sabiendo ahora que después de esas etapas de mi niñez y adolescencia iba a surgir el pícher Fernando el ToroValenzuela, por cuyo fallecimiento me pongo a llorar.
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