- Segunda parte
Renato Galicia Miguel
Cuando acabé mi entrevista con Maryfer Centeno, me pidió mi libreta de taquigrafía en la que garabateé mis apuntes como respaldo de la grabación. Modestia aparte, dijo que mi letra era de “una persona inteligente”.
Años después, yo andaba queriendo con una amiga que me presentaba siempre con sus amistades como “muy inteligente”, pero añadiendo un misterioso, “bueno, no tanto”. Poco a poco, fui sospechando que lo decía porque, mientras en mi ingenuidad yo hacía mi luchita, ella quería con un amigo que conoció por mí.
Pinche Maryfer mentirosa, pensaba entonces, eso de que mi letra era de una persona inteligente lo hizo para quedar bien conmigo.
De todos modos quiero toparla de nuevo —a Maryfer, no a la amiga—, pues no puedo resistir pensar qué me diría de los “gestos gráficos” de infinidad de personas mala leche que he tenido la desgracia de conocer. Por ejemplo, una jefa de comunicación social equis.
Pues nunca puedo entender cómo es que una persona sin la capacidad debida llega a ser directora de una editorial famosa o cómo siendo clasista ocupa un puesto directivo en una institución federal cultural famosa.
La tenía por muy chingona porque, además, era esposa de un periodista admirado, pero todo eso se cayó cuando el día que le entregué mi primer boletín para que lo revisara, me llamó a su oficina y me inquirió:
—¿Renato, estás seguro que Centroamérica se escribe junto?
Podrán pensar ustedes, mis estimados lectores que seguro son muy inteligentes, que me estaba poniendo a prueba, pero no, pues un tiempo después tuvo que enviar desde Mérida, Yucatán, un boletín redactado por ella, y nos dimos cuenta de su nivel escritural: era de cero.
Con el paso de las semanas y meses, mi queridísimo amigo Ramón Martínez de Velasco y yo, quienes éramos los reportebrios en la redacción del área, nos dimos cuenta que de periodismo y edición no sabía nada, pero en cuanto a relaciones públicas, blof y complejos de estatus social era la última chela en el estadio.
En otro viaje a Mérida, durante una comida con funcionarios de alto perfil a la que habían agregado al Ramón, se apersonó la jefa de marras y cortó al reportero, lo mandó al hotel, como dando a entender que él no tenía por qué estar ahí y ella sí: clasismo.
Lo patético fue que, mientras el reportero, que conocía Mérida como la palma de su mano, se fue a su hotel y se metió a la tina con agua calientita y una chela al lado, a la jefa aquella la cortaron los funcionarios porque se fueron a tugurear y terminó, después de aburrirse en el Paseo Montejo, metiéndose a un cine a ver Batman.
Esta actitud de la susodicha jefa se repitió varias veces, pero voy a mencionar una en específico: en una ocasión, el periodista Víctor Roura, entonces jefe de la sección cultural de El Financiero, andaba criticando chingón al intelectual Enrique Krauze, y al enterarse, el comentario de aquélla no fue por el tema en sí, sino por una cuestión clasista: ¡Ay, pero cómo se atreve ese Víctor Roura, si es un naco, y Krauze es una persona fina”.
En fin, al último, cuando mejor me sentía en la redacción de la oficina de comunicación social aquella y estaba escribiendo un chingo de boletines, la jefa me llamó a su oficina y me despidió porque dijo que era “frágil”.
Así que pinche Maryfer mentirosa: soy ingenuo y “frágil”, no “inteligente”.
Por si les interesa leer mi entrevista a Maryfer:
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