LA X EN LA FRENTE || La muerte en Oaxaca

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Moisés Molina

“Habría que tener una casa de reposo para los muertos, ventilada, limpia, con música y con agua corriente. Lo menos dos o tres, cada día, se levantarían a vivir”.

Jaime Sabines.

Mientras ejerzo devocionalmente  mi derecho al descanso, escribo estas líneas como un puente entre los días santos. 

Son estos, días dedicados a la muerte. Aunque más propiamente a la resurrección. 

Nos guardamos tres o cuatro días para honrar la tradición y recibir a nuestros difuntos.

Es que en Oaxaca, más que en muchos otros lados, la tradición es importante. 

Aquí la cultura es vida corriente. No existe uno solo de nuestros 570 municipios que no tenga en la raíz de sus familias, convicciones y prácticas que vistas desde fuera pudieran parecer mágicas o supersticiosas, peor que en Oaxaca son uso, son costumbre, son ley. 

Aquí, en determinados momentos del calendario, lo público se funde con lo privado y la libertad de conciencia individual escala a lo colectivo. 

El culto a la muerte que regresa a la vida es uno de esos momentos los primeros días de noviembre. 

1 y 2 de noviembre son los extrañamente días de fiesta y, al mismo tiempo, días de guardar. 

Desde lo público se institucionalizan los feriados que atienden a algo más que al descanso.

La gente “descansa” para recibir a sus difuntos. 

Se asiste a los panteones donde yacen los cabellos y “el polvo”, se ponen “altares de muerto” en las casas para recibir a las almas, que también ejercen vacaciones allá donde se encuentran.

Y también se organizan comparsas, calendas y festivales donde nos burlamos con disfraces del mal y de la muerte. 

Nos aseguramos de preservar la memoria de los que ya se fueron.

En el inconsciente prepondera un profundo miedo al olvido. 

Reservamos religiosamente unos días y recursos para honrar lo que inevitablemente seremos. 

En el fondo de la cuestión, no queremos ser olvidados. 

Cuando la gente dice “el muerto al pozo y el vivo al gozo”, desde luego que no lo dice en serio. 

No por nada en Oaxaca está Mitla, el Mictlán, la tierra de los muertos. 

Cuando lo español se encontró con lo indígena uno de los vasos comunicantes, incluso en lo religioso, fue la devoción por la muerte. 

Pero fueron los españoles los que nos “enseñaron” a enterrar a los muertos y fue Juárez el que nos obligó a hacerlo fuera de las iglesias y las casas (y en alto), después de aquella devastadora epidemia de cólera de 1833.

Desde entonces, parte del ritual es la ida al panteón y por eso, afuera del panteón, hay verbena. Para los viajantes que llegan exhaustos de lejos a visitar las tumbas familiares. 

Porque también la muerte se democratizó. Antes habían muertos de primera y de segunda con ceremonias y lugares de entierro especiales. 

Hoy todas y todos vamos, más o menos, a las mismas fosas, y con los mismos derechos. Todos parejos, todos coludos o todos rabones.

Antes a los difuntos de primera les ofrendaban panegíricos y existía el oficio del panegirista.

Hoy a todos, incluso a los vivos, nos hacen “calaveras” y no hay ninguna garantía de salir bien librado del ingenio popular. 

Son días de tregua, de respiro, de salir de lo mundano y reiniciar la vida. Son días que nos recuerdan que todo tiene remedio, hasta la muerte. 

Y tiene razón Sabines. Habrá que ir diseñando otros métodos de guardar piel y huesos so pena de encarar en el futuro una guerra de los sepulcros. En los actuales ya no cabemos. 

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Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivamente responsabilidad del autor y no reflejan necesariamente la postura o el pensamiento de “Al Margen”. La empresa periodística se deslinda de cualquier comentario o punto de vista emitido en este texto, ya que estos corresponden al criterio personal del articulista. 

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