Rodolfo Moreno Cruz
Profesor de Derechos humanos en la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca
Publicación Original : 8 de abril de 2021
A propósito de la reforma eléctrica, se ha acelerado algo que se anunciaba venir: la tensión entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. No han faltado las voces que anuncian la catástrofe. Sin embargo, hay que tener cuidado. El disenso no siempre es malo. Las pugnas entre poderes siempre han existido en los verdaderos Estados democráticos de derecho. A veces el Ejecutivo frente al Legislativo; en otras ocasiones, el Legislativo frente al Judicial. O incluso una pugna entre los tres. Sólo por mencionar algunos de los múltiples sucesos, recuérdese el caso de la controvertida Ley de Seguridad Aérea alemana (Luftsicherheitsgesetz-LuftSiG) o el caso Bowman v. United Kingdom en Inglaterra. En todos ellos hay tensiones declaradas entre los poderes y, en algunas ocasiones, hasta descalificaciones verbales recíprocas.
Es verdad que, en perspectiva histórica, la fuerza democrática del Poder Ejecutivo o del Legislativo causa temores. Solamente por mencionar algunos casos: el advenimiento del nazismo en Alemania o el fascismo en Italia; el desprecio por las minorías culturales en ciertos países, como la exclusión y extinción “democrática” y de “limpieza étnica” de los serbios en contra de los croatas y los musulmanes. No obstante, también en perspectiva histórica, el poder de los tribunales y la protección a nombre de los derechos individuales tampoco está libre de pecado: sólo acuérdese de la polémica sentencia “la manada” en España, o léase el libro de la abogada Michelle Alexander: The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of Colourblindness, en donde se señala al sistema de justicia penal estadounidense como un medio de control racial. Sobre este tema, las reconocidas filósofas Patricia J. Williams y Wendy L. Brown, en el libro La crítica de los derechos (pp. 83 y 84) indican que los peligros de la judicialización de los derechos consisten en que “los derechos que dan poder a quienes están en un lugar social o estrato determinado pueden quitárselo a quienes están en otros. El ejemplo clásico es el de derecho de la propiedad, que no sólo enfatiza el poder de los arrendadores y del capital, sino que constituye sujetos llamados arrendatarios y trabajadores”. Y aportan un ejemplo muy claro: con acierto, las feministas acusan que ideas como la libertad y legalidad han fortalecido el habla de los pornográficos y han silenciado el de las mujeres.
Bajo este escenario, entonces estaría justificado temer a los dos poderes. Y aunque sin duda la petición de investigar al juez es una declaración fuerte, pues como lo ha señalado la Corte Interamericana de Derechos Humanos en diversos momentos, las amenazas o mecanismos similares de inconformidad en contra de los jueces pueden llevar una intención escondida de incidir sobre sus fallos (párr. 26 del caso Bedoya Lima y otra vs. Colombia), tampoco pueden sobredimensionarse y afirmar que estamos a un paso de la desaparición del Estado democrático de derecho, y promover la aceptación estoica de las sentencias judiciales.
Por ello, el verdadero problema, y al cual no se le ha prestado la atención debida, es que carecemos de un mecanismo institucional para resolver estas diferencias legítimas. El Poder Judicial y el Poder Legislativo —si se quiere tomar en serio la división de poderes— están en plano de igualdad y ninguno es superior al otro. En ese sentido, ambos, justificadamente, competirán por ser los autorizados para decir lo que quiere decir la Constitución.
¿Es acertada o desacertada la reforma eléctrica en México? Hay varias respuestas, y la mayor parte son encontradas. Sin embargo, veamos sólo dos, que son las que están en este momento en el escenario. En la iniciativa preferente sobre la Ley de la Industria Eléctrica (pp. I y II) se manifiesta implícitamente que éstas protegen un interés social. Sin embargo, en el incidente de suspensión 118/2021, en la página 15, se lee lo siguiente: “existe un interés social y orden público en relación con la suspensión de normas reclamadas”. Es decir, por un lado, la iniciativa menciona que es el interés social el que dio origen a esta reforma. Pero en el incidente se dice que precisamente es el interés social el que justifica la suspensión. ¿Quién tiene la razón? O dicho de otra manera: el pleito gira en torno a quién debe ser el intérprete de la Constitución.
Estados Unidos, con el caso Marbury vs. Madison, solucionó este problema para su país. Y aunque su modelo arrastra debilidades propias de su contexto, sirve como ejemplo para ver cuál fue la génesis —acertada o no—de encontrar a un autorizado en la interpretación de la Constitución.
Recuérdese que las luchas entre federalistas y republicanos habían sido constantes. Y la clave para, de una vez por todas, dejar claro quién debería tener el verdadero poder, pasaba por reconocer al auténtico intérprete de la Constitución, pero además respondía a quién debería resolver los conflictos entre poderes. La historia creó el escenario idóneo para resolverlo.
En 1801 los republicanos habían ganado el Poder Ejecutivo con el triunfo de Thomas Jefferson. El federalista John Adams, aún en el poder, decidió aprovechar esos pocos días que le quedaban y nombró a 42 jueces. La designación era —como dijo más tarde el posterior presidente Jefferson— un nombramiento de “media noche”. Dada la premura de la designación, se logró expedir los nombramientos con las exigencias de ley, pero no se pudo entregar materialmente el nombramiento a cuatro de ellos, dentro de los cuales se encontraba Marbury. Al entrar a su cargo, Jefferson designó como secretario de Estado a James Madison (republicano), quien se negó a entregar los nombramientos a los federalistas. William Marbury presentó una especie de recurso (mandamus) exigiendo que se le entregara su nombramiento.
Pues bien, cuando Marsall (anterior líder del partido federalista), como presidente del Tribunal Supremo, enfrentó el caso, tenía ante sí un dilema: conceder el recurso a Marbury (su compañero de partido) y perder credibilidad judicial, o bien, apoyar a Jefferson (y reconocerle). En ambos casos se fortalecía el Poder Ejecutivo y se debilitaba el Poder Judicial. Salvó esa dificultad con una solución creativa. Marsall dijo algo así como: te daré la razón, pero tendrás que reconocer que el que tiene la última palabra soy yo. De esta manera dejó plasmado un acuerdo político (y no jurídico) del diseño institucional de aquel país: será el Poder Judicial quien declare la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una ley. Y en el caso que resuelve, la ley que invocó Marbury era inconstitucional. Cierto, con ello sacrificó el derecho de su compañero de partido, pero logró el triunfo de la idea federalista: el Tribunal como intérprete de la Constitución. Ganó perdiendo.
Valdría la pena aprovechar este momento para que México realice el diseño institucional oportuno. Uno —pero no único— es el modelo estadounidense. Existen otros, como el modelo europeo (Tribunal Constitucional) o el sistema canadiense, que creó la figura jurídica notwithstandig con inclinación al Poder Legislativo. Deberán ser las diversas fuerzas políticas las que deban abandonar la idea grotesca de que sólo un sector puede tener la razón o que no hay más soluciones que las que significan el triunfo de uno y la derrota de otro. Implica un esfuerzo de alta civilidad política pasar de la imposición a la generación de un diálogo. La diferencia de este momento puede ser la semilla para innovar y, quizá, de aportar un nuevo diseño constitucional en el que, sin eliminar las diferencias, se logre el acuerdo constitucional en una especie de agonismo —por utilizar la expresión de Chantal Mouffe— y se obtengan ventajas de la enemistad. Desde luego no una enemistad antagónica, sino, precisamente, una enemistad agonista. Sea cual fuere el modelo que asuma México, debe partir de un hecho real: la diferencia entre poderes y la pluralidad del país. Ojalá así sea.