Carlitu Dobleclick
Ahí estaba yo. En mi cautiverio autoimpuesto. Sudando. Con 38 grados y con frio polar en la espalda. No tenía comodidad de ninguna manera: ni parado ni acostado. Las sábanas más ligeras me acaloraban y pasaba del calor al frío. Mis dientes chocaban unos contra otros. Mi boca sabía a fierro. Los huesos me dolían. El termómetro llegó a 39.
La comida carecía de sabor y hasta hoy sigo odiando el fuerte sabor del maravilloso té de jengibre. Había que ponerle al mal tiempo buena cara.
Los primeros días no pasó de una calenturita y de estornudos. Pero ya estábamos en el día 10. Las notas de internet decían que para esos momentos la mejoría ya debería estar llegando. Y nada. Mi saturación bajaba peligrosamente. Afuera la vida seguía. Lo supe porque el sonido de la grabación de la niña que compra colchones y fierro viejo llegó hasta mis oídos regresándome a la realidad. Metí mi lap top y me puse a hacer un recurso de revisión que posteriormente fueron declarados fundados.
En mi tableta veía todos los videos atinentes al tema. Los videos de López Gatell llenaban de humo mero mi cabeza. Para distraerme me eché todos los del soso Franco Escamilla. Descubrí a un cómico colombiano llamado Lokillo Flores. Me reía y me reía hasta que me dolía todo. Este cuate es cómico, alburero y trovero y tiene una película en Netflix.
Luego escuché música de los 80. Me detuve escuchando rolas desconocidas de Sasha Sokol. Busqué los primeros discos de Serrat en Spotify, en el soundtrack de esos días se encuentra “Mediterráneo”. Aburrido busqué una estación de radio por internet. Encontré una de música ranchera en un pueblito de Michoacán. El locutor mandaba saludos a los enfermos que estaban encerrados en su casa. Y al medio día transmitían una misa por los difuntitos. A veces los saludados el día anterior eran mencionados la misa del día siguiente.
Durante los 21 que estuve sin salir de aquella habitación tuve un sueño recurrente: llegaba a la funeraria que está en avenida Independencia:
—Vengo a contratar mis servicios funerarios.
En el sueño, la persona que atendía me daba una explicación detallada del servicio.
—La Imperial cuesta 40 mil pesos sin tamales y 60 con tamales.
—Aquí están 40 mil en efectivo y pago los 20 restantes con esta tarjeta. Mientras sacaba una dorada de HSBC.
—No puedo aceptar la tarjeta. Si usted va a ser el finadito a quien le cobramos después.
En ese momento despertaba angustiado. Sudando y adolorido. Pensando que las personas que fallecían no eran velados sino que eran llevados directamente al crematorio. Y sin haber amado. La muerte siempre había sido la muerte de los otros. Pero en enero de este año, habían colgados los tenis varios amigos míos. La parca andaba con todo. La muerte se había llevado al hermano Lobo, a Colón. El Facebook parecía un obituario. Tenía a mi favor una salud de hierro forjada aspirando el aliento industrial de la refinería y tenía en contra siete kilos de más que hasta hoy son mi atractivo.
Todo empezó diez días antes.
Durante la extensa pandemia no salí de casa. Me dediqué a dar charlas por internet y clases en universidades remotas. Tomé clases por zoom y aprendí por Youtube a cocinar platillos más allá de la cocina istmeña. Desde mi privilegio todo iba bien. Ordené parte de mi biblioteca y me puse a escribir un libro.
Solo fui a la oficina dos veces para atender los asuntos urgentes. Pero ahora era impostergable viajar a la ciudad de México. Había que ir a la SCJN. Como el horno no estaba para bollos decidí viajar en avión.
Construí mi protocolo: diez cubre bocas KN95, gel con visera de plástico, dos chamarras ligera de nylon, gel y atomizador de alcohol.
Por la mañana del 30 de marzo, abordé pájaro de acero y me acomodé. A medio camino desperté. En mi corto sueño había hecho a un lado el cubrebocas y la visera. Rápidamente me levanté hacía mi mochila para buscar otro cubrebocas blanco. A dos filas un señor de la tercera edad, tosía y tosía y observé cómo un maldito virus viajaba lentamente, en cámara lenta, hacía mis fosas nasales.
Continuará…