Gibrán Ramírez Reyes
Como si no quedaran sólo dos años de gobierno, AMLO sigue atrapado en 2018, confrontando retóricamente a los poderes del neoliberalismo. El problema no es teórico. El Poder con mayúscula no se reduce al poder político y es posible desde el gobierno seguir manteniendo un discurso rebelde, pues conseguir el poder gubernamental no implica la totalidad del poder político y, mucho menos, del poder en general. El problema del actual gobierno, su imposibilidad de ser democratizador en el sentido de los grandes populismos, es que su rebeldía y confrontación al poder no deja de ser retórica ocupada de los adversarios del más bajo nivel.
El pleito de López Obrador no ha sido con los grandes medios de comunicación, a quienes ha cedido incluso los tiempos fiscales, o contra el poder económico más allá de gestos de decencia como el cobro de impuestos atrasados. Ha sucedido, eso sí, el fin de algunos privilegios, como la condonación de impuestos a grandes contribuyentes o la reducción del subsidio disfrazado de publicidad a los grandes medios de comunicación. Pero, en general, los de arriba están contentos y más ricos que antes. La confrontación de AMLO ha sido, más bien, con los representantes políticos de esos grandes intereses, políticos y comunicadores que ha exhibido como incompetentes, viscerales, carentes de imaginación y amargados. En el fondo, ha competido –con éxito— contra los viejos partidos por monopolizar la representación política de los oligarcas con un plus: estabilidad política y gobernabilidad proveniente de la representación simbólica de los de abajo. Así, el secreto de la gobernabilidad obradorista es la concordia con los de abajo y los de arriba, al mismo tiempo que estos sectores aparecen artificialmente confrontados.
Para cobrar algunos miles de millones de impuestos atrasados y disminuir las pautas publicitarias del gobierno federal en los grandes medios de comunicación no hacía falta una retórica de cuarta transformación de la vida pública. Para constitucionalizar un par de programas sociales, no hacía falta decir que se iban a extirpar los cánceres de la vida pública. No hacía falta tanta retórica magnífica ni anunciar el fin de la corrupción sólo para derrotar electoralmente al PRI y al PAN –muchas veces incorporando a sus cuadros a nuestras filas. Si no se intentaba cambiar nada en su Ley Orgánica, no hacía falta confrontar a la UNAM; si no se les iba a combatir intelectualmente con sistematicidad y no se iba a plantear un nuevo proyecto cultural tampoco hacía falta descalificar sin más el debate con los intelectuales del viejo régimen, con los que el presidente habría podido dialogar y construir su oposición –a la usanza del gran Lázaro Cárdenas— si realmente hubiera aspirado a construir un nuevo régimen. Las tareas de transformación han resultado en su mayoría fallidas. Las tareas de gobierno se han desatendido. El fervor, pasión y dinero con que los poderes disputan las consejerías estatales de Morena no tiene que ver con entusiasmo por la organización popular, sino todo lo contrario: se ha vuelto la apuesta más segura para poderes y cacicazgos locales, pero también para grandes empresarios. Arriba las cosas siguen bien; abajo, peor, pero ahora con una retórica tranquilizante y que avanza electoralmente mientras calla a sus disidencias.
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