Calabazas mixtecas, la cosecha de Claudio Jerónimo

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Antonio Gutiérrez Victoria / Al Margen

Alguien vaga en el jardín de su infancia:
ese que por instantes
roza en la textura del páramo
en el resplandor del desierto
pero es claro como el llano.
Yuliana Rivera.

Claudio Jerónimo es un maestro ceramista originario de la Mixteca Baja oaxaqueña. Nació en 1959 en San Jerónimo Silacayoapilla. Aunque añora su tierra natal, su recuerdo es la principal inspiración para su arte. Esta influencia también se refleja en sus principales espacios de trabajo y exposición: el Taller Canela y la Galería Canela.
La calidez y experiencia del maestro Claudio atraen diariamente a sus espacios a innumerables estudiantes, aprendices, galeristas, curiosos, pero, sobre todo, artistas. Tal es el caso de Manuel Miguel, Alonso Chávez y Jesús Cuevas, quienes han colaborado y siguen colaborando con el maestro en algunos proyectos.
Es famosa la colaboración entre el maestro Claudio y Francisco Toledo, a quien conoció en Cuernavaca hace más de 35 años y con quien, tiempo después, produciría las piezas de cerámica que formaron parte de la exposición “Duelo” y que se exhibieron en el Museo de Arte Moderno (MAM) a finales de 2015. Estos y otros antecedentes le valieron al maestro Claudio que su obra y trayectoria fueran reconocidas en 2021 con su incorporación al Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Comenzó a edificar la propuesta del Taller Canela en 1999, y fue hasta 2006 cuando logró materializarla, convirtiéndose en su primer taller. “Afortunadamente tuve la oportunidad de hacer un taller”, dice, entre aliviado y risueño. En 2023, inauguró un espacio contiguo al taller para exponer su obra: la Galería Canela.
De ambos espacios, lo primero que llama la atención es que, al entrar al patio principal, se observa una serie de ladrillos rojos apilados minuciosamente, que sirven de muro divisorio con el terreno contiguo. Entre los espacios restantes de los ladrillos sobresalen una serie de cráneos pequeños y blancos que dan sentido a la frase del maestro: “La vida es para la muerte”.
Quiere decir que esta “pared” de calaveras sirve para recordar que todo triunfo es efímero ante la muerte, aunque algunos pueden perdurar y perdurarán. El maestro Claudio cumple una importante función social: enseñar cómo se trabaja el barro y cómo se hacen las piezas de cerámica. Enseñar es un triunfo que le sobrevivirá en obra, pero, sobre todo, en la memoria de las personas que han puesto y seguirán poniendo sus pasos sobre sus huellas.

Una de las formas de entender la obra del maestro Claudio es, precisamente, a través de la memoria. Las piezas que allí habitan evocan los recuerdos del maestro, probablemente la mayoría de su infancia.
Al entrar en la Galería Canela, se puede apreciar una instalación espontánea, un afán de expresar identidad, otorgándole así una forma visible a una subjetividad que se desborda por el peso de sus recuerdos.
Ahí están los colores de la Mixteca, difuminados y ambientales, así como objetos, frutas y animales que lo acompañaron en la infancia: sapos, bules, caparazones de tortuga, jarrones con intervenciones muy diversas, calabazas y una pieza parecida a un petate pequeño que fusiona la palma y la cerámica. Las formas de sus piezas son diversas: delgadas, pictóricas, curvas y onduladas. En conjunto, son visualmente armónicas; al tacto, rugosas y de texturas un tanto ásperas, aunque también hay piezas lisas. “Un pedacito de la Mixteca”, dice él.
Sobre el motivo de las piezas, el maestro afirma:
“De alguna manera, hay un sentimiento; creamos una historia. Yo añoro mi entorno, que es el mismo que aquí, pero no es lo mismo donde anduve chapoteando el agua cuando llovía, ni donde convivía con mamá y papá, con los hermanos; son momentos que no puedes olvidar nunca”.
“De pequeño (cinco, seis años) me dedicaba a cuidar las vacas; de eso hace más de 50 años. En una parte de mi comunidad, donde abundaba el agua, se acumulaban tortuguitas del tamaño de mi mano, unos 20 centímetros más o menos. Caminando con mis vacas, tropezaba con ellas; había muchas, muchas, muchas. Verlas y tocarlas me marcó”.
“Allá en la comunidad también había muchos sapos. Abundaban. Ahora todavía hay, pero no como cuando era niño. Salían en las primeras lluvias por montones; era maravilloso. Ahora se han secado los arroyos, ya no corre el agua, pero persisten, aun así, salen algunos. Ellos son como un termómetro: si faltan los sapos, los que seguimos somos nosotros”.
Contó también que en su comunidad se teje la palma, que tiene para él una importancia muy similar a la cerámica. “En aquella época, algunas carencias brutales que teníamos, mi mamá y mi papá, las resolvían con barro y palma. La palma la tejía mi mamá. Por eso amalgamé los dos materiales: cerámica y palma. Antes, la palma se usaba para cubrir las papayas de las heladas; si no se les ponía una protección, las quemaban el hielo”.
“Allá se da de todo, pero para cada corralito, cada casa. Se dan las calabazas. La calabaza se produce mucho en mi pueblo, pero es de temporal. De ahí ‘La cosecha del año’, porque el año pasado quise sembrar calabazas en mi pueblo, pero dejó de llover. Entonces, se me ocurrió reproducirlas en cerámica”.
El contacto con las piezas y la caricia circular de la cerámica me permiten divagar; su oficio consiste en preservar, moldear y dar forma a sus recuerdos, calentándolos a más de 1000 grados para que adquieran concreción.
Con tan solo escuchar al maestro, uno queda pensando en cómo las historias pueden interrogar la materia visual. La mayoría de las veces no elegimos qué vamos a recordar, pero ya está ahí, en una zona viva de nuestro cerebro; luego, cada quien elige qué hacer con ello. El maestro tornea y calienta sus recuerdos hasta que se endurecen.
“Añoro mucho. No se me olvidan ciertos momentos muy importantes para mí. Tuvimos la oportunidad de ver esa abundancia. Y hoy es una cultura que comparto de esta otra forma. Fuimos afortunados”.
De vuelta a las calabazas, aquella tarde de abril en que el maestro Claudio me permitió visitarlo, preparaba sus piezas para llevarlas a la Casa de la Cultura “Dr. Víctor Bravo Ahuja” en Tuxtepec, donde presentó “La cosecha del año”. La sugerente historia de estas piezas nos permite interpretar las calabazas como recuerdos, presagios y advertencias de la inevitable crisis ambiental que nos azota. Es una alegoría de lo que no pudo ser porque faltó el agua de la lluvia.

En “La cosecha del año”, el nombre y la obra se prestan para hacer una preocupante alegoría y plantear una cuestión urgente: puede que estemos frente al principio de las últimas cosechas. Sin la lluvia, sin la tierra fértil, sin los trabajadores del campo, muchas frutas y verduras corren el riesgo de comenzar a escasear e incluso desaparecer.

Fotos: Claudia García Ibáñez.

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