Renato Galicia Miguel
Gente como Ciro Gómez Leyva o Carlos Loret de Mola siempre han existido en los medios de comunicación mexicanos. Ahora son ellos, pero antes se llamaba Jacobo Zabludovsky.
El prototipo de estos antiperiodistas es Carlos Denegri: con oficio, pero sin ética profesional ni vocación, en el entendido que éstas implican ejercer el periodismo como un misionero, diría Ryszard Kapuscinski, o como un romero buscando a dios, para añadir un toque amoroso con la rola de Víctor Manuel.
El problema real es que hoy la sociedad grita: help, I need buen periodismo, pero no lo encuentra. En parte porque no sabe buscar, pues siempre está ahí, pero no le da el estatus correspondiente, y en parte porque los buenos periodistas no saben ir a ella, la sociedad, se atrincheran en sus nichos: los hay excelentes, pero por vanidad o quién sabe qué pruritos no les interesa utilizar las herramientas digitales y las redes sociales.
La cuestión trágica es que los que se supone tendrían que ser un contrapeso al mal periodismo, esto es, los llamados progresistas, se volvieron los Zabludovsky o los Ciro de la Cuarta Transformación.
La situación es crítica. Al buen periodismo nadie lo pela, quizá porque sus representantes viven encerrados en sus nichos o en la indigencia independiente. Mientras, los Ciro y Loret tienen millones de seguidores, y los progres que podrían ser su contrapeso se han vuelto como ellos, pero del lado contrario: el de la 4T.
Las redes sociales, que es donde hoy por hoy la sociedad se informa o desinforma, están plagadas de influencers que practican un ejercicio extraordinariamente malo: recurriendo a lugares comunes terribles, una dicción, ortografía y sintaxis de porquería, sin citar nunca fuentes ni evidenciar una investigación mínima, exaltando un sensacionalismo y un amarillismo exponenciales que sonrojarían incluso al rotativo Alarma, aquél de los titulares tipo “¡Violola y matola!”
Vivimos, pues, el antiperiodismo.
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