Irán Francisco Vázquez Hernández
Hace algunas semanas, llevé a cabo un ejercicio en el que solicité a un grupo de personas no especializadas en derecho que mencionaran la primera palabra que les viniera a la mente al escuchar un término jurídico específico: “interlocutoria”. Las respuestas obtenidas fueron variadas, pero ninguna se acercaba a la definición técnica del concepto según se estila en el mundo de los abogados.
Es común que los profesionales del derecho utilicen un lenguaje técnico y especializado que puede resultar incomprensible para el público en general (y para empeorarlo aún más, existe un abuso excesivo del latín). Si bien es cierto que cada disciplina tiene su propia terminología, en el ámbito jurídico esta característica puede generar dificultades en el acceso a la justicia.
Y es que la claridad en la comunicación es fundamental para garantizar que la ciudadanía pueda comprender y ejercer sus derechos. Cuando los agentes del Ministerio Público, los defensores, los asesores o los jueces utilizan un lenguaje incomprensible, se obstaculiza el acceso a una justicia de calidad.
Debemos reconocer que en el intrincado mundo del sistema de justicia, donde las palabras se entrelazan en un laberinto de significados, existe una verdad incómoda: mantener en la oscuridad a los usuarios de la justicia puede generar beneficios para ciertos actores. Esta situación se asemeja a un juego de sombras, donde “se apaga la luz mientras yo me sirvo”.
En este contexto, figuras como el fraude de ley, la famosa “chicanada” o la “machincuepa jurídica” emergen como herramientas para aquellos que buscan manipular el sistema en su propio provecho. Estas prácticas se basan en el “altísimo arte abogadil de hacer confuso lo que es claro, complicar lo complejo, enredar lo ordenado”.
Obviamente que detrás de esta cortina de humo se esconde un paradigma distorsionado del “buen abogado”, aquel profesional que es hábil para “enchuecar” el significado de la ley. Sin embargo, esta visión tergiversada no solo socava la integridad del sistema judicial, sino que también erosiona la confianza de la sociedad en la justicia.
Es fundamental reconocer que la claridad y la transparencia son pilares esenciales para garantizar un acceso equitativo a la justicia. Cuando el lenguaje jurídico se vuelve críptico y enrevesado, se crea una barrera que impide a los ciudadanos comprender sus derechos y participar de manera informada en los procesos judiciales.
Esta situación puede ilustrarse con la novela El Proceso de Kafka, donde el protagonista se ve envuelto en un laberinto judicial sin comprender los cargos en su contra. O, en un contexto más real, el caso de Jacinta Francisco Marcial, una mujer indígena otomí que pasó diez años en prisión sin entender bien a bien por qué estaba encerrada. Así, podemos decir que la falta de claridad en el lenguaje jurídico no solo dificulta el acceso a la justicia, sino que también puede generar errores judiciales o vulnerar los derechos de las personas mediante la discriminación.
Por esta razón es que, en los últimos años, ha comenzado a hablarse de un “derecho a la claridad” como una garantía esencial para el acceso a la justicia. Este concepto implica que el Estado tiene la obligación de ofrecer un servicio de justicia que sea comprensible para toda la población, independientemente de su nivel de conocimiento técnico.
Los beneficios de tal derecho son evidentes: la accesibilidad del lenguaje jurídico permiten a las personas comprender sus derechos y participar activamente en los procesos judiciales que les conciernen. Así también, el uso de un lenguaje claro y sencillo en el sistema de justicia fomenta la transparencia y la rendición de cuentas. Cuando los procesos judiciales son comprensibles para la población, por razones obvias, se reduce la opacidad y se facilita la supervisión de la actuación de los operadores jurídicos.
Es cierto que la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha introducido la buena práctica de publicar “sentencias de lectura fácil”, redactadas en un lenguaje más accesible para las partes involucradas en el asunto. Sin embargo, esto no soluciona el problema de fondo. ¿Por qué la claridad se reserva para la sentencia, cuando todo el proceso judicial ha estado envuelto en un lenguaje técnico y oscuro para el ciudadano común? Es como si se le explicara a alguien por qué llegó a un punto sin retorno, pero sin darle la oportunidad de entender y participar activamente en el proceso.
No olvidemos que el acceso a la justicia es un derecho fundamental que debe ser garantizado para todas las personas. Para lograrlo, es esencial promover la claridad en el lenguaje jurídico utilizado en el mundo de los abogados. Ese debería ser el primer paso hacia una justicia de calidad. El acceso a la justicia comienza por algo tan simple como el uso de un lenguaje transparente para la población. Como dijo Victoria Camp, “las cuestiones de palabras son solemnes cuestiones de cosas”, y no es una cuestión menor.
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