Por: Carlos Morales Sánchez
El decreto que regula el uso de la toga judicial, emitido durante el gobierno del general Manuel Ávila Camacho —a quien la historia recuerda como el Presidente Caballero— es hoy jurídicamente endeble. Se trata de una norma nacida en los años cuarenta, cuando la Constitución y la Suprema Corte de Justicia de la Nación invisibilizaban, aún más, a los pueblos indígenas, en un país que se imaginaba como un bloque homogéneo: el sueño del Ulises criollo vasconceliano, la imagen del mexicano como charro parrandero y jugador.
Ese decreto, que impone una única forma de vestir a la cimera autoridad judicial, ya no es compatible con el marco constitucional vigente. Si el Congreso de la Unión, tan solícito, no alcanza a reformarlo en tiempo, existe una salida clara y jurídicamente sólida: el nuevo presidente de la Suprema Corte puede —y debe— ejercer control de constitucionalidad ex officio, inaplicando una norma que contradice derechos fundamentales previstos hoy en la Constitución . Ahí está el Varios 912 y la sentencia de don Rosendo Radilla Pacheco.
Cuando se expidió el Decreto, no existía el artículo 2º constitucional en su forma actual. Hoy, la Constitución reconoce que las personas y los pueblos indígenas tienen derecho a la preservación, protección y difusión de su cultura. Ese derecho se traduce, entre muchas otras cosas, en la posibilidad de incorporar símbolos del pasado prehispánico y de las culturas originarias contemporáneas en los espacios institucionales, incluyendo —¿por qué no?— la indumentaria judicial.
Hugo Aguilar y las personas indígenas tenemos el derecho a portar con dignidad atuendos que hablen de nuestra historia y nuestra identidad: un gabán mixteco, un cotón, un huipil de flores zapotecas. No es una concesión, es un derecho constitucionalmente reconocido.
La toga cumple una función simbólica importante: protege el cuerpo, inviste de autoridad, separa lo sagrado de lo profano, visibiliza un poder ritual y normativo, e inscribe al portador en un orden jurídico. Pero todas esas funciones pueden ser cumplidas —y resignificadas— por otras vestimentas tradicionales que representan, desde hace siglos, un orden comunitario, normativo y ceremonial propio.
México no es un solo México. Es un país que se ha contado muchas veces desde el centro, pero que se construye todos los días desde los márgenes. Es la suma viva de pueblos, lenguas, iconografías, tejidos, silencios y resistencias. No hay un solo rostro, ni una sola voz, ni una sola manera de entender la justicia..
Que esa pluralidad —esa multicromía de lo nuestro— se refleje también en la vestimenta de quienes imparten justicia. Que la prenda que cubra a las ministras y ministros no sea únicamente una toga negra nacida de un decreto viejo, sino un lienzo nuevo donde quepan la dignidad mixteca, el bordado zapoteco, el rojo maya, el blanco purépecha, el azul tenek, el maíz ñuu savi, el rebozo otomí.
Porque en esta tierra, la autoridad no puede seguir vistiendo con la misma tela monocorde de siempre. El símbolo debe abrirse a la diferencia, al color, a la raíz. La Corte también puede ser un espejo donde el país se mire completo —no dividido, no reducido, no disfrazado.
Saludos desde el Istmo de Tehuantepec
Xhahui xhahui.
Carlos Morales.