+ GCM, gobernador; alternancia firme ¿cuánto durará?
Finalmente, el Tribunal Estatal Electoral resolvió las impugnaciones habidas en el reciente proceso electoral estatal, y determinó otorgar a Gabino Cué Monteagudo la calidad de gobernador electo del Estado de Oaxaca. A pesar de que ésta era una resolución esperada y previsible, sería bueno que ante la materialización de ese fallo, nos preguntáramos quién pagará las consecuencias de todas las descalificaciones que, a lo largo de los últimos meses, se han vertido en contra no sólo de los contendientes y los partidos y grupos de poder que los apoyan, sino sobre todo en contra de la participación ciudadana, de la fuerza de la mayoría, e incluso del ejercicio democrático de las instituciones y los electores oaxaqueños.
En efecto, en México hoy es moneda corriente hablar del fraude, de los “robos” y las intervenciones de funcionarios, dinero público e infraestructura de gobierno en los procesos electorales, y también de las acciones ilegales por las que, se dice con certeza, se ganan o pierden los comicios. Al menos en Oaxaca, sistemáticamente se denunció tanto la intervención del gobierno estatal, como del federal e incluso de la administración del Distrito Federal, en el reciente proceso de renovación de autoridades en la entidad oaxaqueña.
Este fue, desde el inicio del proceso electoral, uno de los principales ejes discursivos de ambos candidatos a la gubernatura. Desde antes incluso de que arrancara la preparación de los comicios, en los partidos de oposición se denunciaba abiertamente la participación de dinero público y funcionarios del Gobierno del Estado, como operadores del Partido Revolucionario Institucional, que hacían trabajo político de estructuras a favor de quien resultara candidato.
En el lado contrario, es decir, desde el gobierno estatal y el priismo, se denunciaba exactamente lo mismo, pero al revés. Lejos de los señalamientos que los involucraban, ellos sostenían categóricamente que para impulsar al Abanderado de la alianza de partidos Acción Nacional, de la Revolución Democrática, Convergencia y del Trabajo, existía gestiones e intervención clara por parte del gobierno federal, y de las entidades federativas gobernadas por los institutos políticos que se involucraban en la coalición opositora de nuestra entidad.
Como ese es un discurso altamente rentable, en ambos grupos fue explotado prácticamente en todo el proceso electoral. Unos y otros se desvivían, a través de sus voceros, haciendo denuncias de intromisiones gubernamentales, de acciones ilegales que rompían la civilidad o la equidad interna, e incluso de excesos en la utilización de recursos para hacer proselitismo.
Todo eso lo denunciaban, unos y otros, viendo la paja en el ojo ajeno, cuando en ambos grupos existían visos claros de que se extralimitaban, ignorando la viga en el ojo propio, en los mismos aspectos de los que ellos se dolían respecto a sus contrarios. Por eso, en lo sustancial, unos y otros se negaron a incluir entre sus impugnaciones, toda la cadena de excesos que se cometieron en cuanto al manejo y comprobación de los recursos que utilizaron, las formas en las que unos y otros condujeron sus acciones de proselitismo electoral, ni los señalamientos, insinuaciones y ataques, que vulneraban las reglas más básicas de decoro, civilidad y respeto entre los contendientes.
ILEGALIDAD, CONSOLIDADA
Antes de la jornada electoral, desde las fuerzas de oposición —los grupos de poder, no la dirigencia formal o sus candidatos— llamaban a prepararse para vigilar que la votación se llevara a cabo dentro de los márgenes de la legalidad, y llamaban a la ciudadanía a denunciar cualquier irregularidad que vieran en cuanto a la compra de votos, coacción, y demás delitos electorales que pudieran cometerse antes, durante y después del día de los comicios.
El resultado fue sin duda sorprendente. La causa de los partidos de oposición ganó con una holgura de más de cien mil votos sobre el abanderado priista. Y cuando eso ocurrió, fueron los tricolores quienes tomaron la bandera de la denuncia sobre el fraude electoral. Todos los que tenían algo que decir desde la trinchera priista, se deshicieron explicando que “les echaron montón”, que el gobierno federal había operado abierta y groseramente con recursos para comprar votos el día de los comicios, y que por esa razón acudirían a los tribunales para defenderse de las ilegalidades que habían cometido en su contra, y hacer valer la democracia.
Hoy está claro que ese, el del fraude, fue un mero discurso dilatorio. El Tribunal Estatal Electoral —que, políticamente, es “cancha” del gobierno priista de la entidad— decidió no correr más riesgos haciendo la validación de un proceso que podría exhibirlos también a ellos. Sin duda, una presión política pudo haber determinado un fallo favorable al priismo. Pero los órganos federales de la materia habrían echado por tierra una decisión tomada a partir de conveniencias o presiones ejercidas desde el poder político, y no de razonamientos y argumentos jurídicos.
Así, dos cosas quedan en el fondo de esta discusión: la primera, que este fallo da luz sobre la relación “civilizada” que se pretende construir entre el gobierno saliente, y el entrante, para que el proceso de alternancia en el poder sea terso, pero también desprovisto de revanchas, persecuciones o altibajos. Pero también da cuenta que, legalmente, todo lo relativo al fraude y las maquinaciones no fueron sino una mentira. O bien, no ocurrieron las prácticas indebidas, o no pudieron comprobarlas, o no supieron defenderse ante los tribunales.
Así, todo quedó en un mero discurso. Perorata que, según se pretende, pronto quede en el olvido. Nadie repara en que cada descalificación que no se funda en razones, se convierte en una forma sutil y eficaz de descrédito. En este caso, todas las cargas negativas se las lleva la democracia. Porque criticando la forma, despostillaron, irremediablemente, el fondo. Y ese es el problema.
NOVEDAD EDITORIAL
El Senado de la República y el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México, se encargaron de la edición del libro “Oaxaca: Historia de sus instituciones jurídicas”, de la autoría del constitucionalista oaxaqueño, Raúl Ávila Ortiz. Un texto que vale la pena conseguir, estudiar y consultar, para comprender el devenir histórico y el origen de las estructuras políticas que nos rigen. Altamente recomendable. Abundaremos.