¿Cuántos muertos, heridos, desaparecidos o daños materiales son necesarios, para calificar un hecho como una tragedia? Esa es la pregunta que, al menos en Oaxaca, debíamos hacernos, frente a la forma en que tanto los tres ámbitos de gobierno, como los medios informativos, y la ciudadanía misma, reaccionamos frente a lo que parecía ser una de las peores tragedias vividas recientemente en nuestro país por causa de la naturaleza, y cómo todo esto se vino abajo cuando los hechos reportaron cifras distintas, mucho menos alarmantes, que las especulaciones iniciales.
La mañana del martes fue, para los oaxaqueños, inusual por varias razones. La primera de ellas, fue porque desde muy temprana hora nos despertamos con los primeros reportes de lo que parecía ser una catástrofe en Santa María Tlahuitoltepec, Mixes; la segunda, porque alrededor de una docena de comunidades, y otra docena de colonias en la zona conurbada a la capital oaxaqueña, se encontraban expectantes y en máxima alerta ante la crecida de los ríos que rodean los valles centrales.
En el primero de los casos, el de Santa María Tlahuitoltepec, de acuerdo con un integrante del Comisariado de Bienes Comunales de esa localidad, en las primeras horas de la madrugada había ocurrido un desgajamiento del cerro en el que se encuentra el asiento de dicha comunidad. Las previsiones iniciales, que reportaba la prensa, era que el alud de tierra había sepultado a unas trescientas viviendas, en un tramo de alrededor de cuatrocientos metros lineales.
En estimaciones realizadas —hoy no se sabe por quién, en las primeras horas de la mañana, en la prensa, radio y televisión—, se decía que la cifra de víctimas mortales podría ascender hasta a mil. Eso provocó, como era natural, la consternación generalizada en todo el país, y la comunidad internacional, y las consecuencias muestras de solidaridad y apoyo en las labores de rescate.
Ante el hecho, hubo un sinfín de demostraciones de solidaridad y acciones positivas: En todos los rincones del país, los ciudadanos comenzaron a organizarse para tratar de recolectar y enviar ayuda. Las organizaciones civiles asimismo llamaron a sumarse a los esfuerzos por llegar al lugar de los hechos, y luego colaborar con el salvamento; y el gobierno, en sus tres niveles, puso en marcha un monumental operativo, que desplegó a agentes civiles y militares por aire y por tierra, para iniciar los trabajos de remoción del lodo y las piedras que se habían desprendido y sepultado, según las estimaciones, a varios cientos de personas.
Pero también hubo una actitud provechosa de ciertos sectores: particularmente, los medios informativos de la capital de la República, hicieron suya, muchas veces sin autorización, datos que estaban siendo recabados, con grandes esfuerzos, por cadenas noticiosas locales, para luego difundirla a sus propios radioescuchas, lectores o televidentes, sin indicar la fuente de donde provenía la información.
Del mismo modo, las cadenas televisivas de la capital de la República, decidieron emprender otro monumental despliegue humano y tecnológico en aras de llevar, en tiempo real, todos los detalles de una tragedia que, no en base al periodismo, sino al amarillismo y sensacionalismo, podría convertirse en la nota del año para quien pudiera reportar primero desde el lugar de los hechos.
Así, “revolcando” información —como se dice en el argot periodístico cuando una nota es reproducida indiscriminadamente y sin permiso de la fuente original, y agregando cualquier dato o modificando la redacción para que parezca novedosa—, reiterando información en cadena nacional que no estaba confirmada, y tratando de convertir una tragedia en la nota perfecta para el drama, la apelación a la piedad, y también para el amarillismo y sensacionalismo, algunos medios de comunicación revelaron sus verdaderas motivaciones, y sus deformados intereses informativos.
¿Por qué? Porque el drama del pueblo mixe no les interesaba tanto como la magnificación de la tragedia. Una vez corroborados que no eran mil, sino alrededor de una docena las víctimas sepultadas por el desgajamiento del cerro en Tlahuitoltepec, el gran despliegue informativo se consideró un exceso, y tomaron sus cosas para no volverse a ocupar del tema.
¿Les interesaba encontrar mil cadáveres para continuar su “cobertura en cadena nacional”? ¿Eran esos potenciales mil muertos, un mero vehículo para satisfacer sus conveniencias de rating y televidentes? Fue, en realidad, la ocasión perfecta para demostrar cuán voraces, frívolos y convenencieros son algunos medios, que sólo conciben las tragedias en función de las ganancias o provechos económicos que ellos pueden obtener a partir de ellos.
TRAGEDIA CONTINUADA
Tal parece que el verdadero periodismo está muerto, en innumerables empresas informativas. A las cadenas televisivas que hacían denodados esfuerzos por llegar al sitio de los hechos, casi a la par del Ejército y las fuerzas estatales que se dirigían a la comunidad siniestrada, nunca se les ocurrió pensar que el periodismo es, además de una labor lucrativa y remunerada, también una actividad que tiene ciertos fines sociales.
Nadie se preocupó, por ejemplo, por reflejar en alguno de sus despachos noticiosos las condiciones de pobreza, marginación e incluso aislamiento que se vive no sólo en Tlahuitoltepec, sino en toda la región mixe, que ha salido adelante en gran medida por el esfuerzo decidido de sus habitantes, más que por la acción graciosa de las autoridades.
Del mismo modo, muy pocos representantes de la llamada “prensa nacional”, fueron los que repararon en que, independientemente de que el número de víctimas fatales no fuera tan elevado como inicialmente se había previsto, lo que ahí había ocurrido de todos modos era una tragedia con la que, si el ánimo era el de vender amarillismo y sensacionalismo, también podían colaborar para que llegara, de todo el país, la ayuda humanitaria que de todos modos se requiere.
No sólo se trató del alud de escombro y lodo, que el martes cayó sobre algunas casas. Es también la marginación que se le ha profesado a todas las comunidades de los mixes. Es asimismo el aislamiento en el que se encuentran, y que se agrava por la desatención gubernamental a las vías de comunicación. La información también pudo haber resaltado los logros que ellos, por sí mismos, han obtenido en las últimas décadas; en lo orgullosos que son al demostrar que su gente, hasta la más humilde, tiene siempre la vocación de salir adelante, y sobresalir en ámbitos sociales, académicos, económicos y políticos, para los que dentro de la mentalidad de otros indígenas, simplemente estarían negados.
Lamentablemente, el periodismo que ahí se demostró, tenía únicamente que ver con la relación estricta de hechos, el recuento de víctimas y la búsqueda de responsables; nadie se ocupó en ver que los individuos que en ese momento eran motivo de noticia, también son personas, que viven, sienten y sufren por las inclemencias de la naturaleza, de sus condiciones de vida, y de los factores sociales, culturales, económicos y políticos que los determinan.
PURAS CONVENIENCIAS
La nociva práctica y visión de que siempre la información debe proporcionarse sin tomar en cuenta los matices, fue lo que determinó, una vez más, la forma de este tipo de coberturas informativas. Ante la sospecha de una descomunal tragedia, hubo un despliegue amplio de personal, equipo, tecnología, transmisiones vía satélite y demás, por parte de algunas empresas informativas como Televisa.
Ante una cantidad mínima de muertos y daños, éstos tomaron sus cosas y abandonaron el tema para irse lamentando y recriminando por las energías gastadas. No se pensó que su fracaso era inversamente proporcional al milagro de que las víctimas no fueran tantas como vaticinaban. En sentido contrario, no se pensaba en que, a pesar de que las víctimas mortales no eran tantas como se preveía, de todos modos el hecho de que una sola persona se hubiere quedado sepultada por un desgajamiento de cerro, era necesario para considerar el asunto como una tragedia, y no sólo indagar en el hecho, sino en todas las condiciones que provocan y estimulan ese tipo de riesgos.
En este caso, los errores cometidos por quienes dieron noticia a la autoridad sobre el hecho, y la imposibilidad o negligencia de ésta para encontrar algún modo de corroborar las cifras antes de lanzar una alerta nacional, se vieron coronados con los excesos de quienes, sintiéndose dueños de la verdad, se dijeron defraudados porque la naturaleza no les había obsequiado el número de muertos, las imágenes espectaculares, y las jugosas ganancias que habrían de obtener por la cobertura informativa de una tragedia sin precedentes para nuestro país.
Queda claro que junto con las víctimas humanas, también quedó sepultada la posibilidad de que las cadenas nacionales de radio y televisión pudieran demostrar cómo se hace un verdadero periodismo, informante y oportuno, pero no determinado por las conveniencias, la frivolidad, y el amarillismo que, ramplonamente, dejaron ver durante su esta nueva travesía por Oaxaca.