+ Banalización del poder, falsa “constitucionalización”
En los tiempos del partido hegemónico en el poder presidencial, un gobernador o alcalde no hubiera resistido permanecer en su cargo ante hechos como la represión en San Salvador Atenco, el conflicto magisterial en Oaxaca de 2006, la revelación de llamadas telefónicas entre el “góber precioso” de Puebla, Mario Marín y Kamel Nacif, el escándalo por la extorsión a casinos en Monterrey, o la actuación de la policía ministerial guerrerense, que mató a dos estudiantes normalistas, en un fallido e inexplicable intento por “limpiar” el paso de la Autopista del Sol. Hoy, sin embargo, frente a todos esos hechos, podemos ver que esas autoridades, protegidas por un argumento de constitucionalidad —y negando el más elemental sentido político—, se resisten, o se han resistido, a dejar sus cargos.
Queda claro que hoy la clase política nacional no se encuentra sujeta a los controles políticos del pasado. Es decir, hoy el Presidente de la República no es el Jefe metaconstitucionalmente facultado, de los gobernadores, ni de los legisladores, y tampoco de los jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial de la Federación.
No obstante, se supone que esa ausencia de controles debiera ser saludable para la democracia. Pero no. El problema es que las libertades se confundieron con la desvergüenza. Y por eso hoy, ceñidos a una legalidad que apenas alcanza a soportarlos, se aferran a sus cargos sin entender que para tener autoridad no basta con el nombramiento, sino también con la legitimación continua de los gobernados, y de su propio apego a la legalidad que juró defender, y no soslayar, como gobernante.
Todos los casos antes señalados, son icónicos por eso. En el caso de Atenco, por ejemplo, se documentaron plenamente excesos policiacos cometidos por elementos de la Agencia de Seguridad Estatal del Estado de México, así como por elementos de la entonces Policía Federal Preventiva, en contra de pobladores que, aunque sí habían también agredido a policías en ocasiones anteriores, esto no justificaba que las fuerzas policiacas acudieran ahí a cobrar venganza directa por los acontecimientos previos. No obstante todas las investigaciones y revelaciones habidas respecto a esos hechos, el Gobernador de aquella entidad (Enrique Peña Nieto) no sólo no hizo ningún ajuste en su gobierno —y mucho menos pensó en dejar el cargo— sino que hoy, incluso, aspira a la Presidencia de la República por el PRI.
Qué decir del caso de Oaxaca. Aquí, el entonces gobernador Ulises Ruiz, basado en el argumento de que ni el Presidente ni el Senado podían destituirlo de su cargo de Gobernador, debido a que éste lo había ganado por votación popular y no por designación de nadie. Apeló al respeto a la soberanía estatal, al federalismo, y a la constitucionalidad, y finalmente pudo resistir los embates políticos para no renunciar a su cargo. Y aunque para entonces era ya políticamente impresentable (y por eso, en público, dentro y fuera de su partido siempre lo trataron de lejos, tras bambalinas, o como una especie de “mal necesario”), lo cierto es que su único argumento a la legalidad —que él mismo no siempre respetó— fue lo que le permitió continuar en su responsabilidad.
Algo similar ocurrió en los casos del ahora ex gobernador de Puebla, Mario Marín, y más recientemente con el alcalde de Monterrey, Fernando Larrazábal Bretón. Uno y otro apelaron exactamente a lo mismo, y desdeñaron por completo el hecho de que su imagen pública y política estaba deshecha ante los señalamientos. Uno y otro se ciñeron simplemente a la protección de la ley, y se desentendieron así de la responsabilidad de responder específicamente, como ciudadanos, por las conductas indebidas que se les atribuían, y que los inhibían de responsabilidad por el hecho de ser servidores públicos popularmente electos.
GUERRERO, OTRO CASO
El pasado lunes, un grupo de estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa, bloquearon el paso en la Autopista del Sol, que comunica a Acapulco con la Ciudad de México, demandando una audiencia con el gobernador de Guerrero, Ángel Heladio Aguirre Rivero, para exigirle el cumplimiento de ofertas que él mismo había ido a hacerles a los estudiantes, unos meses antes ahí en su centro educativo.
La respuesta oficial no fue de concertación política, e incluso tampoco fue de disuasión por parte de los elementos policiacos. Éstos, según consta en los videos, llegaron no a replegar a los estudiantes para despejar la autopista, sino directamente para agredir a los estudiantes, para tundirlos salvajemente, y para hacer disparos de arma de fuego, como si éste fuera un enfrentamiento con sicarios, o como si éstos estuviesen cometiendo delitos graves en flagrancia, que en correspondencia ameritaran los disparos que les propinaron los elementos ministeriales.
El saldo fue de dos muertos, y casi una veintena de heridos. Además, existen suficientes grabaciones como para corroborar que, además de los disparos, sí hubo un repliegue excesivo de fuerza por parte de elementos federales, estatales y municipales que se apersonaron en el lugar. Y aunque esto último amerita un deslinde serio y puntual de responsabilidades, lo cierto es que nadie cuestiona el “dato duro” que constituyen los dos estudiantes muertos.
En ese caso en específico no hay nada que discutir. Acaso, determinar la identidad de los elementos ministeriales agresores. Y por ese solo hecho, y por una razón de vergüenza política, el Gobernador debiera dejar su cargo. En esas circunstancias, es imposible que un Gobernante se desentienda de la cadena de mando, y de la responsabilidad que se desprende de ella.
Si él ordenó los disparos, debe irse porque eso es abiertamente contrario a derecho y a lo que espera la ciudadanía de sus gobernantes. Y si no lo ordenó, debe también irse, como consecuencia de permitir ese grado de descontrol entre sus subordinados.
RESPONSABILIDAD INELUDIBLE
No es sólo un asunto de legalidad, sino también de decoro. El problema es que nuestra clase política ha perdido lo segundo, pero lo justifica en función de lo primero. Para ellos, basta con preservar la “legalidad” y la inamovilidad de sus cargos, para cometer todo tipo de excesos. No entienden que más allá de lo jurídico está lo político; y que esto último debiera ser el principal estabilizador de sus respectivas gestiones, que finalmente se deben a la ley, pero más a la venia de la ciudadanía.
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