Poder y Ley: ¿Qué cambio queremos en México?

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+ Hoy, imposible dar “tormento” a la Constitución

 

El general de División Gonzalo Natividad Santos, era un potosino que llevaba el apodo de “El Alazán Tostado”. Fue un cacique de su región, que emergió a la vida pública mexicana cuando en 1910 se sumó a las fuerzas que llevaron a don Francisco I. Madero a la Presidencia de la República, y luego, cuando años después se sumó al Ejército Constitucionalista de don Venustiano Carranza.

Fue, literalmente, uno de los hijos predilectos de la Revolución, y fue uno de los primeros en sumarse al Partido Nacional Revolucionario. Y de ahí partió hacia una larguísima vida política en la que ocupó diputaciones, senadurías y, con singular mano dura, la gubernatura de San Luis Potosí. A él se le deben algunas de las más célebres frases de la vida política de nuestro país. Una de ellas es la que dice que, en México, “la moral es un árbol que da moras”; otra es la relativa a los “ierros” que aplicaba a sus enemigos (encierro, destierro y entierro). Y otra que hoy cobra particular relevancia, es aquella de “dar tormento” a la Constitución.

Centrémonos en esta última idea y veámosla a la luz no sólo de la historia, sino sobre todo de la realidad actual en nuestro país. ¿A qué se refería con aquello de “dar tormento a la Constitución”? con esa frase, El Alazán Tostado se refería, fundamentalmente, a la posibilidad que halló la práctica política mexicana de “adaptar” la Norma Suprema (es decir, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos) a las necesidades tanto del gobierno como del grupo que en ese momento tuviera el control del poder político de nuestro país.

Dar “tormento”, pues, significaba la salida pragmática idónea a la rigidez de nuestra Constitución, y a la supuesta dificultad natural impresa en ella para evitar que fuera reformada o modificada a capricho del grupo gobernante. Todos aquellos que conocen la Teoría Constitucional, saben que una Constitución rígida es aquella que contempla un procedimiento especial para su modificación, que exige la participación de más voluntades que las involucradas en la emisión, modificación o abrogación de una ley ordinaria.

Y es que a diferencia de la aprobación de una Ley Ordinaria (en la que sólo se necesita el voto favorable de la mitad más uno de los miembros presentes en las cámaras legislativas al momento de la votación) en el caso de la Constitución Federal de nuestro país, ésta señala que para su modificación o adición, deben votar favorablemente dos terceras partes de los integrantes presentes de las cámaras federales, y que además la reforma debe ser aprobada por la mitad más uno de las Legislaturas de las entidades federativas.

Ese procedimiento existe desde la emisión misma de nuestra Constitución, en el año de 1917. ¿Cómo podrían entonces “darle tormento”, si existía un procedimiento rígido de modificación? La respuesta se encontraba, desde entonces, en el régimen de partido hegemónico que contribuyeron a crear en México Santos y otros personajes que fueron los auténticos beneficiarios de la Revolución. A través de ese régimen, llevaron a cabo una homogenización del poder, lo alinearon todo (en todo el territorio nacional, en los tres poderes, y en los tres ámbitos de gobierno) en torno a un solo proyecto, y luego, cuando el proyecto quedó relegado, lo único que les quedó fue la hegemonía del grupo que tenía el poder.

Por eso, como ese grupo —alineado en un solo partido— tenía todo el poder, era fácil “darle tormento” a la Constitución cada vez que quisieran y en el tema que quisieran: diputados federales, senadores, gobernadores, legislaturas locales y demás, todos, eran subordinados del Jefe Político de la Nación, que hacía las veces de Presidente de la República, y que con sus potestades metaconstitucionales podía suplir todas las demás voluntades de la nación. Por eso fue relevante, por décadas, aquella frase acuñada quizá accidentalmente por El Alazán Tostado, de darle tormento a la Constitución, cada que fuera necesario.

 

ELFIN DEL TORMENTO

Ese tormento a la Constitución se tradujo, por ejemplo, en la eliminación de la posibilidad de relección continua de diputados y senadores al Congreso de la Unión. La razón de la derogación de esa disposición radicó en una necesidad política del grupo gobernante, y no en una supuesta previsión democrática para evitar que los legisladores federales se eternizaran en el poder. ¿De qué hablamos?

De que la posibilidad de la relección continua obligaba a los diputados y senadores a regresar continuamente a sus zonas de representación, y eso permitía la construcción no sólo de legisladores de carrera obligados a entregar periódicamente cuentas por sus actos, sino también de potenciales líderes naturales en las regiones, hechos por la fuerza del contacto con los ciudadanos.

Eso no le convenía al Presidente en turno, que más bien veía las curules y los escaños de las cámaras federales como zonas de premio y recompensa para quienes fueran leales y serviciales con el grupo gobernante en turno. Por eso, en la misma época en la que se creó el PNR se eliminó la relección continua de diputados federales y senadores.

Eso provocó que de ser cargos peleados democráticamente, pasaran a ser cargos desprovistos de compromisos, dados como premio, y asumidos como la entrega de un cheque en blanco por el que los diputados y senadores ocupaban el espacio y gozaban de los privilegios, sin tener que regresar a sus zonas de representación y sin rendir cuentas a nadie por su buen o mal desempeño.

Hoy, sin embargo, el país se encuentra frente a grandes retos que quién sabe si sigan haciendo posible la existencia de “dar tormento” nuevamente a la Constitución. Eso parece imposible, debido a que hoy el poder no es vertical, a que el país no está dominado por una sola voluntad o por un solo partido; y porque aún ante el regreso del PRI al poder presidencial, éste no tiene la fuerza suficiente como para volver a imponer un régimen en el que la necesidad norme a la ley, y no ésta a aquella, como se supone que debe de ser.

 

REFORMA LABORAL

Esto lo veremos con la reforma laboral, que está en vías de aprobarse. La discusión es intensa y trascendental, esencialmente porque lo que reviste es una reforma constitucional en la que nadie tiene mano ni preferencia, y en la que deberá participar todo un concurso de conciencias y voluntades. El único problema es que aún en la imposibilidad del tormento, el otro mal que nos aqueja es el de la parálisis. Y eso es igual o peor que lo anterior.

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