En México se ha discutido largamente —sin éxito y sin derroteros— por qué a los aspirantes a la candidatura a un cargo de elección popular, se les deberían exigir estudios universitarios, o cuando menos la acreditación de experiencia y capacidades en el desempeño de las tareas para las que intentan postularse. Esta, que es una cuestión bastante engañosa, en los hechos queda abatida cuando vemos que la frivolidad triunfa: igual un candidato como el ex futbolista Cuauhtémoc Blanco, que la cantante Susana Harp, o los presentadores de noticias a los que postula Morena. Todos ellos son pequeños referentes de una realidad que apunta en sentido contrario a quienes quisieran candidatos más sólidos, menos frívolos, y que ofrecieran más certidumbre sobre su potencial desempeño.
En efecto, tal parece que estamos frente al triunfo de la frivolidad: ahora mismo, en los Estados Unidos, su Presidente es un personaje que no nació para ser presidente, que no se preparó para ello, y que quizá ni quería serlo. En el libro publicado recientemente sobre la vida de Donald Trump en la Casa Blanca, se dice que él inició su periplo como aspirante a la candidatura presidencial, como una forma de incrementar su fama con miras a invertir en una cadena televisiva.
El autor del libro, Michael Wolff, relata que Trump estaba seguro que no sería candidato, pero decidió aprovechar el momento; que luego, cuando sorpresivamente venció a los demás precandidatos del Partido Republicano, decidió seguir adelante seguro de que no ganaría la elección presidencial. Incluso, menciona, un par de días antes de los comicios, Trump comentó con sus allegados que ese habría sido un gran escaparate para los negocios en los que planeaba invertir después de ese fatídico 4 de noviembre.
Incluso al momento de ganar la elección se encontraba aterrado, sin saber exactamente qué hacer por la enorme responsabilidad que le había caído de manera intempestiva. Él mismo no sabía que podía ganar. Pero el discurso fácil, el tono agresivo de su mensaje, y su larga trayectoria como magnate/estrella de televisión, contribuyeron de manera importante a la formación de este personaje que hoy mantiene en vilo a la política de su país y del mundo por sus inconsistencias, su carácter voluble y la impredecibilidad de sus decisiones, a partir de su propia falta de preparación e inexperiencia en las tareas del gobierno más influyente del planeta.
¿Qué tiene que ver esto con nuestros ejemplos locales? Mucho: en su propio nivel, y en sus circunstancias específicas, queda claro que siempre las ocurrencias electorales terminan siendo por demás peligrosas para el ejercicio del poder, que requiere de mucho más que figuras populares o conocidas, o con cierta facilidad para ganar una elección. Queda claro que si se tratara de popularidad, Pedro Infante, Cantinflas o Chespirito fácilmente habrían sido presidentes de este país.
Sin embargo, en su momento se estableció que no era lo mismo acumular fama gracias a alguna actividad artística, que el ejercicio de las tareas de gobierno o de representación popular que, si bien no exigen una preparación académica específica, sí se sobreentiende —o se sobreentendería anteriormente— que el ejercicio de gobierno requiere ciertas habilidades y virtudes que no se obtienen gracias a la fama.
TRIUNFO DE LA FRIVOLIDAD
La política siempre ha tenido a la fama televisiva presente. Por eso en otros tiempos llegaron a ser figuras de cierta relevancia política actrices como Silvia Pinal o Irma Serrano, o Sasha Montenegro o Angélica Rivera, esposas de sendos Presidentes en México. ¿Cuál es la diferencia entre antes y ahora? Que antes eran inercias específicas las que llevaban a un partido a postular a un personaje de ese tipo. Hoy, sin embargo, en la loca carrera para ganar una elección todos parecen dispuestos a postular a quien sea, siempre que garantice un margen de votación.
Ahí es donde se inscribe el riesgo de no guardar los equilibrios entre lo que exige la ley, y lo que demandan las circunstancias. La Constitución en México no solicita requisitos de índole académico para permitir el acceso a los cargos de elección popular, por la sencilla razón de que éstos son de naturaleza política. Es decir, para ser diputado, senador o presidente —además de gobernador o autoridad municipal— se piden requisitos de ciudadanía y de buena fama pública.
En esa lógica, se sobreentiende que quienes tienen el monopolio del acceso a los cargos públicos —o sea, los partidos políticos— son quienes deben mantener cierto tipo de perfiles en las candidaturas. Por eso, debieran ser los partidos y no la ley quienes exigieran cierta ascendencia profesional, académica y de trascendencia social a quienes quisiera postular como candidatos. Hacer eso debería de ser un requisito no sólo legal o estatutario sino esencialmente de responsabilidad con la ciudadanía, al ser los partidos el “filtro” final por el que pasan todos aquellos que aspiran a acceder a los espacios de mayor relevancia en el sector público.
En esa lógica, es preocupante que hoy los encargados de hacer esa especie de “profilaxis política” sean los primeros en estar decididos a enrarecer el ejercicio de la política con figuras que, independientemente de su fama, deberían estar haciendo lo que saben hacer, y no aprovechando su fama para involucrarse en el ejercicio de la política —y aún más riesgoso: en el terreno de la administración pública— del que son completamente ajenos.
Tal es el caso de Cuauhtémoc Blanco Bravo, el futbolista más famoso en México de los últimos tiempos —Hugo Sánchez y Rafa Márquez construyeron carreras futbolísticas de un talante muy distinto— que igual que Trump, por un negocio aceptó ser candidato a la alcaldía de Cuernavaca, y que ahora será postulado por Morena al gobierno del Estado de Morelos.
¿Qué hizo Blanco de relevante como para ganarse la postulación al cargo más importante de aquella entidad, y uno de los más relevantes del país? Nada sustantivo, como autoridad municipal. Al contrario: deshizo algunos esquemas de seguridad, se confrontó con los gobiernos a su alrededor y, por sus reyertas, paralizó muchos de los servicios que debieron haber sido prestados por su administración a la ciudadanía. Aún así, sus grandes activos fueron, en ese orden, su fama futbolística y su capacidad de mantenerse en pleito con el gobernador saliente, Graco Ramírez Garrido.
FAMA Y DESVENTURA
Pueden ser muy famosos, pero desastrosos en el ejercicio de la política. El ejemplo se repite desde “el Cuauh” hasta Donald Trump. Todo por aprovechar la fama para acceder al cargo que, a estas alturas, queda claro que es lo menos importante de todo, porque el verdadero reto no se encuentra en llegar sino en hacer un papel digno en la responsabilidad.