Antonio Gutiérrez Victoria
Hace seis años, el jurista oaxaqueño Raúl Ávila tomó la iniciativa de convocar a un grupo de amigos y académicos para honrar la memoria de don Benito Juárez en su tierra natal, unas veces por las fechas de su natalicio y otras por sus aniversarios luctuosos. De ahí que, el 18 de julio, el maestro Juan Gómez Pérez me invitara a sumarme y a emprender con ellos un nuevo viaje a Guelatao con motivo del 152 aniversario luctuoso del Benemérito.
La sola idea de emprender un viaje a Guelatao me remontó al principio de la historia de Juárez. Decidí entonces informarme sobre la relación de los viajes que emprendemos y cómo es que estos viajes se enmarcan en una mitología como la de Juárez.
Lo primero que encontré en esta búsqueda fue la “Alacena de minucias (1951 – 1961)” de don Andrés Henestrosa, un bello libro que contiene un texto que lleva por nombre “La ilusión de emular a Juárez”; escrito en 1954, año en que, por cierto, nació mi padre.
Las historias de vida de Juárez, de don Andrés, de mi padre, y de muchos otros buenos maestros y amigos coinciden en un punto: el “viaje”, su comienzo.
Sobre la vida de Juárez, Andrés Henestrosa dijo que: “su nombre, su fama, su imagen agrandada por el tiempo, entran a formar lo que se diría la costra social de los pueblos, y comunican a los hombres que la pisan un efluvio, un calor, una vibración que, propagados por la naturaleza física y espiritual de las gentes, las van haciendo, acercando y modelando a la manera de los tipos ideales de las figuras en que todas las mejores esencias de una tierra se han resumido”.
“No hay indio –sigue diciendo Henestrosa- que, al salir de su sierra, su istmo y su valle, no sienta que sale a repetir la historia de Benito Juárez… puede ser otro el camino que en la geografía se recorra, pero el horizonte, la lejanía es la misma… y por alcanzar su meta persiste, sufre y espera”.
Mucho antes, Montaigne diría que: “El mundo es sólo una escuela de la indagación. La cuestión no es quién llegará a la meta, sino quién efectuará las más bellas carreras.” Y sin duda, entre las más bellas de las carreras se encuentra la de Benito Juárez, al grado que su vida forma parte de nuestras mitologías; pero también es una carrera que muchos emprendieron, a su manera, quizá, sin conocer a Juárez, pero lo han hecho.
Y así, aunque no con el mismo impacto, han trazado también los rumbos de otras vidas y siguen tejiendo este borrador interminable que llamamos patria.
Tal vez por eso relacioné el hecho con la vida de mi padre. El también salió de su pueblo cuando aún era muy joven. Según me cuenta, cuando emprendió el viaje su pueblo estaba en guerra con otro pueblo; no obstante, él se fue porque andaba buscando responderse una pregunta que acabó por decantar su vocación hacia la sociología y no hacia el derecho: ¿por qué se pelea la gente?
Pienso, parafraseando a Juárez, que mi padre también sintió tristeza al separase de su familia, dejar la casa que había amparado su niñez y abandonar a sus tiernos compañeros de infancia, con quienes siempre se contraen relaciones y simpatías profundas y cuya separación y ausencia lastima y puede hasta marchitar lo corazones humanos.
Pero viendo las obras de los grandes viajeros, uno cae en la cuenta de que aquellos sufrimientos, aquellas tristezas y soledades han hermanado a muchas generaciones, son también enseñanzas y tal vez por eso los seguimos emulando; hablar de ellos hoy no es sólo una mención conmemorativa, sino proyectiva.
Leer a Juárez, a Henestrosa, escuchar los relatos de mi padre y de quienes emprenden un viaje desde sus comunidades hacia las ciudades; me hace pensar en la necesidad de acercarnos más a los relatos de los otros, pues son ellos los que nos ensañan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento para mermar la soledad, el ensimismamiento, la orfandad de sentido.
Es así como “Juárez trabaja todavía” en todos nosotros, tejiendo nuestras vidas a su relato, a su leyenda y a sus ideales.