- Texto y fotos:
Omar Rodríguez
Mae Hong Son, Tailandia.- Me encontraba en la pequeña ciudad de Pai, Tailandia, planeando mi siguiente destino uno de los principales de mi viaje. Aventurarme hacia el corazón de las montañas de Mae Hong Son. Mi destino: las mujeres Padaung, también conocidas como las “mujeres jirafa”, famosas por sus largos cuellos adornados con anillos de bronce. Estas mujeres, originarias de Myanmar, son refugiadas que han encontrado asilo en la jungla tailandesa tras huir de la violencia en su país. La historia que llevan en sus cuellos es una de resistencia y adaptación, y yo estaba decidido a capturarla con mi cámara.
Pertenecientes a la etnia Karenni o Kayah, uno de los numerosos grupos étnicos que habitan en Birmania. Este pueblo ha mantenido durante siglos su tradición cultural, en la que las mujeres empiezan a usar los anillos desde la infancia, aumentando progresivamente el número de estos con los años. Aunque hay diversas leyendas sobre el origen de esta práctica, algunas sugieren que los anillos protegen a las mujeres de ataques de tigres o las vuelven menos atractivas para los traficantes de esclavos.
Renté una moto, una pequeña Honda que, a primera vista, no parecía diseñada para el trayecto épico que me esperaba. Pero poco me importó y con la cámara al cuello y un mapa de papel como mi única guía, me dejé llevar por la intuición y las indicaciones de los locales. Al no contar con tecnología, subestimé la distancia y emprendí el viaje con poca gasolina para las siete horas de camino que me separaban de mi objetivo.
Al avanzar por las sinuosas carreteras montañosas, el paisaje se volvía cada vez más impresionante, pero también me enfrentaba a un problema inminente: la gasolina se agotaba. El estrés crecía con cada kilómetro recorrido, y el asfalto seguía extendiéndose sin señales de gasolineras. Finalmente, tras descender de las alturas, llegué a un pequeño poblado donde los habitantes me ofrecieron una solución: combustible en botellas de refresco. En ese momento, la amabilidad de los locales fue mi salvación, y con ese rudimentario abastecimiento, retomé mi travesía.
El camino, aunque lleno de belleza, no carecía de peligros. Las curvas cerradas y los conductores imprudentes ponían a prueba mi habilidad al volante. Autobuses rebasaban a toda velocidad por la derecha, y mi pequeña motoneta parecía frágil ante semejante locura. Sin embargo, seguí adelante, impulsado por la adrenalina y la promesa de encontrar a las mujeres Padaung.
Tras cinco horas, el sol comenzaba a desaparecer, y con él, mi calma. A medida que la oscuridad caía sobre las montañas, la ansiedad se apoderaba de mí. Al llegar a Mae Hong Son, todavía estaba lejos de mi destino final, llegué a un punto en el que mi mapa ya no servía de mucho, afortunadamente unos ancianos tomando “el fresco” en su pórtico me guiaron amablemente con indicaciones claras después de gritarles “¡Long necks!” “¡Long necks!”
Me adentré en la jungla, donde el asfalto cedía el paso a caminos de tierra. Un letrero en el camino me advertía sobre un cruce de elefantes, un recordatorio más de la majestuosidad del entorno en el que me encontraba.
Los riachuelos se interponían en mi camino, y aunque los primeros los crucé sin problemas, el último me tendió una trampa. El suelo cubierto de lama convirtió mi moto en una bailarina descontrolada, y en un abrir y cerrar de ojos, me encontré de cabeza y empapado en el agua. A pesar del susto, logré levantarme, empujé mi moto hasta la otra orilla y continué mi trayecto.
Finalmente, después de casi ocho horas de viaje, llegué a la aldea. El silencio de la noche me recibió, y aunque el bullicio habitual de la comunidad ya se había desvanecido, mi corazón latía de emoción al ver a una mujer Padaung comprando en una tiendita. Sabía que había llegado al lugar correcto. Sin embargo, ya era tarde para explorar, así que decidí volver al pueblo y buscar alojamiento.
De regreso, el mismo riachuelo que me había derrotado en la ida volvió a burlarse de mí, pero esta vez, no estaba solo. Un aldeano me observó caer nuevamente y, entre risas, me ayudó a levantarme. Con su apoyo, crucé el río y encontré un hotel donde pasé la noche, agotado pero emocionado por la experiencia.
A la mañana siguiente, me levanté temprano, con la emoción aún vibrando en mis venas. Regresé a la aldea, y como una broma del destino, volví a caer en el mismo río, pero esta vez, lo tomé con humor. Al llegar, una escena me dejó sin aliento: una niña Padaung en bicicleta, acompañada de una amiga tailandesa platicando y caminando llevando el mandado. La simplicidad de ese momento encapsulaba la convivencia pacífica entre dos mundos distintos, un testimonio del poder de la resiliencia.
Conocí a Mayé, la matriarca de la comunidad, con 27 anillos adornando su cuello. Con timidez me recibieron con calidez y pasé la tarde con ellas, observando cómo creaban artesanías, su principal sustento. Compré una pipa tallada a mano, un recordatorio tangible de este encuentro inolvidable.
El origen del desplazamiento de los Padaung a Tailandia está estrechamente relacionado con la situación política de Myanmar. Durante varias décadas, Myanmar ha sido un país devastado por conflictos internos, especialmente entre el gobierno central y las diversas minorías étnicas que habitan en sus regiones fronterizas. Desde el momento de su independencia del Reino Unido en 1948, los Karenni, junto con otros grupos étnicos, han luchado por una mayor autonomía o incluso la independencia total.
El gobierno militar de Myanmar, que controló el país durante gran parte de su historia reciente, ha llevado a cabo campañas de represión brutal contra estas minorías. Los Karenni, a los que pertenecen los Padaung, han sido uno de los grupos más afectados por la violencia, que incluye desplazamientos forzosos, destrucción de aldeas y violaciones de derechos humanos.
Mi regreso a Pai, después de otras siete horas de viaje, fue un final apropiado para una de las aventuras más extremas y bellas que he vivido. Las montañas, los ríos y, sobre todo, las personas que encontré en el camino me enseñaron que la perseverancia siempre tiene su recompensa, aunque en el proceso, uno terminé empapado de cabeza y un vehículo lastimado.
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