Adrián Ortiz Romero Cuevas
Aunque vivimos en una sociedad de iguales —es decir, una república, en la que todos somos ciudadanos, y en donde no son usados ni reconocidos los títulos nobiliarios—, los elementos sacramentales civiles están, y han estado siempre presentes. Lo constatamos en la sociedad; también en el mundo de las artes y del espectáculo. Y qué decir del ámbito de la política. Lo sacramental no es obligatorio, pero constituye un conjunto de tradiciones y valores entendidos que, cuando se quebrantan, ponen en serias dudas el andamiaje que protegen. Se diga lo que se diga, esto fue lo que pasó el domingo nueve de marzo en el zócalo de la Ciudad de México.
El hecho fue aparentemente simple: un grupo de políticos de la más elevada envergadura de Cuarta Transformación tuvo una aparente distracción permitiendo que la Presidenta de la República pasara detrás de ellos, mientras posaban para una ‘selfie’ con el hijo de un expresidente.
Algunos de los involucrados ofrecieron disculpas; otros —Ricardo Monreal— lo hicieron y luego las eliminaron de sus redes sociales. Unos más simplemente dejaron pasar el hecho. La propia presidenta Sheinbaum lo minimizó. Sin embargo, lo sacramental no lo inventaron ellos. Y lo sacramental tampoco fue desterrado con la llegada de la 4T al gobierno de la república. Más bien, siempre ha estado ahí, y siempre estará como parte de los símbolos del poder. Y no sólo en la política.
Recordemos, pues, lo importante que es la atención para la vida de las personas, y para las demostraciones del poder a lo largo de la historia. En la Biblia, en el libro de Mateo, se relata un pasaje que luego fue incluido en la celebración de la misa católica, que dice: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa. Pero una palabra tuya bastará para sanarme”.
Otro ejemplo: a lo largo de toda la historia de las monarquías europeas de la edad media, del renacimiento y de la alta modernidad, era un principio de respeto inquebrantable —y penado, a veces hasta con la muerte— al súbdito que se atreviera a mirar a los ojos al Monarca o, peor aún, que le diera la espalda. Perder la atención ante el gobernante, pues, o proferirle abiertamente el desprecio, equivalía a importantes penas, incluida la muerte.
Uno más: en los libros de derecho romano que muchos estudiamos en la universidad, se incluía la historia de Juno Bruto, el fundador de la República romana. Según el relato, recién fundada la República, un esclavo denunció a unos traidores que pretendían restaurar la monarquía de Tarquino el Soberbio. Bruto mandó a ejecutar a los conspiradores, y al esclavo le concedió la libertad y lo convirtió en ciudadano, al tocarlo con la ‘vindicta’, una especie de vara utilizada en la antigua ‘legis actio sacramentum in rem’ para reivindicar la propiedad. Este es un ejemplo más de cómo para el ejercicio del poder, la atención es un elemento esencial.
Incluso, en el mundo de las artes o de la música, el respeto a esas reglas es irrestricto. Michael Jackson siempre estableció que en el escenario, sus músicos y bailarines debían estar por lo menos estar dos pasos por detrás de él. Sólo a sus hermanos, los Jackson 5, les permitía estar a la par de él.
Así pues, aunque todos digan que es un hecho menor, en el mundo de los simbolismos y del respeto a la figura del Elemento Alfa —que, al margen del cambio en las formas, siempre ha existido— esto no podría, ni será, pasado por desapercibido porque no es el desdén o el descuido frente a una persona, sino la puesta en entredicho del mayor símbolo del poder político en la nación.
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