Relación Iglesia-Estado: Laicidad y ley, en el olvido

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Adrián Ortiz Romero Cuevas

En su redacción original, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos señalaba en su artículo 130 que “Los ministros de los cultos nunca podrán, en reunión pública o privada constituida en junta, ni en actos del culto o de propaganda religiosa, hacer crítica a las leyes fundamentales del país, de las autoridades en particular, o en general del Gobierno; no tendrán voto activo ni pasivo, ni derecho para asociarse con fines políticos”.

Esas disposiciones, que tenían una profunda connotación histórica, fueron reformadas y atenuadas en 1992 por el presidente Carlos Salinas de Gortari. A partir de entonces, y hasta ahora, a los ministros de culto se les amplió su rango de libertades y actuación, se les reconoció su derecho al voto, y a las asociaciones religiosas se les reconoció personalidad jurídica.

Con estas modificaciones constitucionales, se pretendió hacer más homogénea y armoniosa la relación entre el Estado y la Iglesia. Sólo que hoy, cuando esas modificaciones constitucionales cumplen 18 años, nadie parece encontrar el camino correcto para preservar íntegra la laicidad del Estado, y sobre todo frenar a una jerarquía católica que parece imparable y que se inmiscuye en todos los asuntos del país para los cuales está constitucionalmente impedida.

LOS ANTECEDENTES

Durante el siglo XIX, las más cruentas batallas que ocurrieron en el país, tuvieron como telón de fondo las luchas de poder entre quienes pretendían hacer de nuestro país una nación independiente, y la Iglesia Católica que se negaba a perder sus posesiones, impunidad y privilegios.

Como consecuencia de esas luchas, y de la imposición del liberalismo sobre los dogmáticos que exigían lo mismo la predominancia de una religión o de una corona, se abrió un larguísimo periodo en el que México no mantuvo relaciones diplomáticas con El Vaticano. Durante décadas, los gobernantes veían en la religión a un enemigo que era necesario arrinconar o exterminar; e incluso uno de los episodios más dolorosos del siglo XX —la Guerra Cristera— tuvo como punto de inicio la obsesión de un gobernante por erradicar una religiosidad que, junto con nuestra propia cultura mestiza, era ya parte indisoluble de los mexicanos.

Así, a partir del Texto Constitucional de 1857, y posteriormente, la norma fundamental no reconoció legalmente a la Iglesia Católica, y más bien ésta se convirtió en uno de los principales diques que tenía que enfrentar el Estado. Las relaciones diplomáticas con el Estado Vaticano —que surgió en 1929, a raíz de los Pactos de Letrán— no existieron con México sino hasta poco más de sesenta años después, cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari impulsó una reforma relacionada con las asociaciones religiosas, que era parte de la negociación con las fuerzas políticas de derecha que en 1988 reconocieron la legitimidad de su gobierno.

Así, el 28 de enero de ese año, se publicaron sendas reformas a los artículos 24 y 130 que hablan, respectivamente, de la libertad de culto que tenemos garantizada los mexicanos, y de la conformación y reconocimiento de las asociaciones religiosas y el culto público. Así, en un afán conciliatorio, se amplió la esfera de posibilidades para la Iglesia y se entablaron relaciones políticas entre ésta y el Estado. Era, decían, una nueva fase democrática para nuestro país, que colocaba en un plano de reconocimiento y relativa igualdad, a un ente de poder que el sector público se había negado sistemáticamente a reconocer.

DECISIÓN POLÍTICA,

¿ACERTADA O ERRÓNEA?

Con esa reforma constitucional, el Estado mexicano pretendió garantizar el culto religioso, la libertad de creencia de las personas, y el respeto a la ley. Sin embargo, parecían entonces desconocer que buena parte de la historia nacional se había determinado en los púlpitos, y que históricamente ninguna libertad había sido suficiente para los afanes de la jerarquía católica, que siempre había tratado de buscar el límite de la tolerancia gubernamental.

Sin embargo, en aquellos momentos se pensó que la nación y las instituciones religiosas tenían la suficiente madurez como para convivir pacífica y civilizadamente en un marco de libertades y regulaciones específicas. El presidente Salinas de Gortari no estaba equivocado del todo: la realidad mexicana de 1992 era muy distinta a la de un siglo atrás, y qué decir al momento en el que se libraron las más sangrientas guerras nacionales, en las que los ministerios religiosos tomaban partido.

Ya para entonces, había plenas garantías sobre la libertad religiosa y sobre la existencia de un culto público. Fue por eso que a los sacerdotes se les reconocieron ciertos derechos como tales, aunque se les mantuvo vedada la posibilidad de acumular riqueza o de recibir favores económicos en especie (herencias) de parte de las personas a las que guiaban espiritualmente.

Nadie se imaginaba, quizá, que menos de 20 años después esas instituciones religiosas tendrían una determinación tal, que sus opiniones habrían de influir de un modo tan radical en diversas decisiones que, en un ideal, tendrían que discutirse y definirse en la más estricta esfera pública.

Esto se ha visto agravado por una cuestión nada despreciable: el partido político que en 1992 fue el promotor oculto de esta reforma en materia de culto público, hoy es quien gobierna el país. El Partido Acción Nacional, históricamente se ha encontrado ligado con las más altas cúpulas católicas, fue quien impuso, como una de las condiciones para reconocer la gestión del presidente Salinas de Gortari, la de la flexibilización en el trato constitucional que el Estado le daba a la Iglesia. Ese mismo partido, que hoy gobierna al país, es el mismo que se niega a aplicar las leyes vigentes, para ceñir al orden a una jerarquía eclesiástica que pretende hacer valer sus principios morales, a través de las leyes vigentes.

MORAL Y LEYES

Dice un principio jurídicamente aceptado, que las leyes no deben estar determinadas por la moral. Esto es, para efectos prácticos, relativo: toda ley, forzosamente, tiene una carga moral que la determina. Sin embargo, este primer concepto es muy distinto al que, con esa careta, pretende hoy hacer pasar la iglesia como válido.

¿De qué hablamos? La jerarquía católica se ha ubicado en el sitio protagónico en temas como el de la legalización del aborto o la aprobación de los matrimonios entre personas del mismo sexo, y la posibilidad de que éstas adopten. La Iglesia asegura que esas determinaciones son contra las leyes de dios y que por tanto deben ser eliminadas del marco jurídico vigente. Además, un día sí y otro también, públicamente, la Iglesia confronta y cuestiona al Estado y los grupos sociales involucrados en esas cuestiones, que incluso ha llegado a existir ciertos temores de que desde ahí se promuevan antivalores que van desde el rechazo social hasta la homofobia.

Es evidente que, ante esos argumentos, podría argumentarse que lo que predomina es la moral. Sin embargo, más bien son dogmas religiosos y no necesariamente morales, los que determinan las discusiones que emprende la Iglesia.

COMPLICIDADES

Sin embargo, en todo este camino la Iglesia Católica no está sola. Siempre ha contado con la tolerancia del gobierno federal panista, y con la complicidad disimulada de otras fuerzas políticas. ¿Cómo se logró que en más de 17 estados de la República, incluyendo Oaxaca, se legislara “a favor de la vida”, estipulando de modo estricto que las leyes protegerán a los individuos desde el momento de su concepción y hasta su muerte, aboliendo así fácticamente cualquier posibilidad de legalización del aborto?

Claro: esta fue una reforma esencialmente impulsada desde la Iglesia pero seguida por gobiernos y legislaturas de mayoría priista. ¿Por qué? Porque los tricolores, sabedores de lo que vale el apoyo eclesiástico en momentos determinantes, sabe que ésta podría ser un buen aliado, o por lo menos un enemigo menos. Pero, con esas acciones que secundan el interés de la Iglesia, el PRI es también cómplice de la anarquía que hoy favorece al culto católico.

Hoy, por disimulo, las fracciones parlamentarias de PRI y PAN en San Lázaro, impulsan una reforma al artículo 40 constitucional, para que entre las características esenciales de la nación mexicana, se estipule que es un Estado laico. ¿Para qué? Según que para reafirmar la separación y la independencia del Estado sobre la Iglesia.

Lo cierto es que nada de eso tendría que ocurrir. Son acciones excesivas las relativas a tratar de reafirmar un principio de laicidad que ha sido rector y eje de la existencia del Estado mexicano; todo podría resolverse con decisiones, tales como que el PRI dejara de hacerle el juego a las aventuras de afrenta disimulada a la ley que ha emprendido la Iglesia en las entidades federativas, y que el gobierno federal aplicara la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público vigente, que establece con precisión cuáles son los límites en la actuación de la Iglesia.

Nada de esto se ha considerado, y más bien se pretende hacer una nueva adición declarativa a la Constitución. Todo seguirá igual, mientras la autoridad civil no tenga la determinación suficiente como para verdaderamente sujetar a la ley a una Iglesia Católica que cada vez es más desafiante y desbocada.

3 COMMENTS

  1. creo que el uator confunde la ley de Dios con la ley natural. y no tiene en cuanta que la mayoria de los mexicanos tienen valores catolicos, donde esta la democracia entonces…? es un buen articulo, pero creo que poco serio. y la laibertad? no son mexicanos los clerigos y obispos? son ciudadanos de segunda? o es que habra que llevar estos temas nuevamente a la palestra?

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