Fuerzas armadas: Guerra antinarco… en la ilegalidad

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Uno de los reclamos fundamentales que han sostenido diversos sectores de la sociedad mexicana, en contra de las formas en cómo se ha manejado la guerra contra el crimen organizado, es el de la utilización discrecional y excesiva de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública.

Con la intensificación de la violencia criminal, y los choques entre la autoridad y la delincuencia organizada, también se incrementó la presencia de efectivos militares en las calles de prácticamente todas las ciudades del país. Y con ello, también se incrementaron las acciones ilegales, los abusos y las actuaciones por parte de las fuerzas castrenses que no tienen respaldo alguno en el marco legal del país. Esto constituye un problema de varios frentes, en el que la sociedad y la justicia pierden por diversas razones. Y el remedio, lamentablemente, no se ve aún cerca de que sea una realidad.

Por momentos, parece hasta trillado rememorar el contexto histórico de esta guerra. Sin embargo, no está de más atender a algunas líneas generales. En primer término, el presidente Felipe Calderón Hinojosa, no había hecho menciones importantes sobre el problema de la inseguridad en el país, hasta que días después de haber tomado posesión como mandatario, anunció que iniciaría una cruzada nacional en contra de las bandas delincuenciales que predominaban y que asolaban a amplias regiones del país, con actividades relacionadas con el narcotráfico pero también con el secuestro, la extorsión y otros delitos que se encuentran tipificados como delincuencia organizada.

En aquel entonces, el presidente Calderón dijo que utilizaría toda la fuerza del Estado para acabar con esas calamidades, y anunció que sería el Ejército mexicano uno de los pilares fundamentales de esas tareas. Casi en el mismo momento del anuncio, se desplegaron operativos militares en diversas regiones del país, con el objeto de disuadir a la delincuencia y hacer frente a los grupos criminales que pretendían tomar el control de los territorios. Ahí fue donde se desató una guerra que ahora nadie sabe cómo detener.

De acuerdo con cifras proporcionadas por el propio gobierno federal, de entonces (diciembre de 2006) a la fecha, esta guerra ha dejado un saldo de más de 22 mil mexicanos muertos. Según el presidente Calderón, más del 90 por ciento de los caídos en esta cruzada, han sido integrantes del crimen organizado. Esto, aunque sus dichos no se encuentran avalados por estudio o medición confiable, sino los simples cálculos mentales del Primer Mandatario. Mientras todo esto ocurre, el Ejército mexicano ha tomado el control de amplias regiones del país, a las que, sin embargo, no ha podido pacificar.

El problema, en todo esto, es que a las fuerzas armadas se les envió a una labor para la que no están preparados. Se les giraron instrucciones para encabezar acciones relacionadas con la seguridad pública, cuando ésta no es su función. El marco jurídico en el que desplegaron sus acciones no era el adecuado y nunca fue reformado. Y la propia naturaleza de las fuerzas castrenses, pronto la llevó a cometer errores y excesos en contra de la población civil, que ahora los podrían llevar a formularles en su contra acusaciones relacionadas con delitos de lesa humanidad. Esta es una cuestión y un riesgo del que nadie, y menos el gobierno federal y el Presidente de la República, pueden sustraerse.

A LA GUERRA SIN FUSIL

Una vez desplegadas las acciones por parte del gobierno federal en contra de la delincuencia organizada, todos se dieron cuenta que el poder del narco era mucho mayor que el inicialmente calculado. Los criminales contaban con una capacidad numérica nunca soslayable, y con un poder de fuego que en cualquier momento podía ponerlos en riesgo. La acción del Estado provocó, por si fuera poco, una guerra entre grupos delincuenciales que convirtió estas acciones en un auténtico baño de sangre que hoy se aparece como incontrolable.

Sin embargo, parece claro que el Ejército fue enviado a esta guerra no solamente sin fusiles físicos, sino que también se les envió sin las herramientas legales adecuadas para hacer su labor con eficacia y sin cuestionamientos. ¿De qué hablamos?

De que, por mandato del artículo 89 de la Constitución General de la República, el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos es el Comandante Supremo de las fuerzas armadas. En uso de esa atribución, el presidente Calderón ha utilizado discrecionalmente a las fuerzas armadas, ha dispuesto también de su presencia, el número de efectivos desplegados y también la temporalidad en que realicen sus acciones. Y si bien está legitimado para esas acciones, la misma Constitución prohíbe que en tiempos de paz las fuerzas armadas tengan despliegues en los que fácticamente suspendan garantías a los ciudadanos; o simplemente en los que se encuentren casi de modo permanente en el territorio nacional, fuera de sus cuarteles.

Ese, sin embargo, no es el único problema. En realidad, las labores del Ejército siempre resultan incompletas, porque éste no se encuentra dotado de todas las herramientas jurídicas necesarias como para hacer frente a las tareas que encabeza. Es decir, que no cuenta con diversos elementos que le permitirían, como a las fuerzas policiacas, perseguir con todas las seguridades jurídicas la comisión de delitos, testificar, presentar probanzas, tener fe pública respecto a lo que encuentra y lo que realiza, y tener, en resumen, la legitimación necesaria como para combatir al crimen con la seguridad de que ninguna de sus acciones “se caerá” una vez confrontada con el marco legal y las reglas de seguridad jurídica fundamentales que éste señala para la realización de esas labores.

Por ello, no parece descabellado afirmar que el Ejército sí fue a la guerra sin fusil. Al gobierno federal, y a los poderes de la unión, les faltó adecuar el marco legal no sólo para que las fuerzas armadas tuvieran la legitimación constitucional en sus actuaciones, sino también para que estuviese normada su disposición, temporalidad y tareas, y sobre todo para que ellos mismos estuvieran también conminados a realizar sus tareas cuidando entre sus formas, la protección de los derechos fundamentales, la ponderación de los derechos de los civiles, y la posibilidad de que, como lo manda el artículo 13 de la Constitución federal, cuando éstos perturbaran los derechos de un ciudadano común, fuesen sometidos a la jurisdicción civil, y no a la militar como hoy ocurre.

REFORMAS LENTAS

La discusión a este respecto, en el Senado de la República, presenta hoy algunas aristas interesantes: los senadores propusieron modificar el artículo 89 constitucional, para obligar al Presidente a informar al Legislativo sobre el uso de las fuerzas armadas, y que sea mediante solicitud de los gobernadores o presidentes municipales, que se disponga el uso temporal y determinado de las fuerzas militares para preservar la seguridad interior; del mismo modo, se previó hacer efectiva la disposición del artículo 13 constitucional, en la que se señala expresamente que cuando un civil se ve involucrado en la comisión de un delito cometido por un militar, deben ser los tribunales civiles, y no los castrenses, los que deban conocer del asunto. Hoy ocurre exactamente lo contrario.

Sobre México existe, además, una fuerte presión internacional. En diciembre del año pasado, tras encontrar culpable al Estado Mexicano por la desaparición de Rosendo Radilla, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos le ordenó modificar el artículo 57 del Código castrense para facilitar los juicios a militares que cometan delitos contra la población civil.

En su sentencia del caso ocurrido en el contexto de la Guerra Sucia en 1974, el organismo internacional ordenó al Estado Mexicano a continuar con las investigaciones y localización del líder social quien fue desaparecido en un retén militar en presencia de su hijo.

Humberto Guerrero, de la Comisión Mexicana por la Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, quien llevó la defensa de la familia Radilla, reconoció que ese ordenamiento es uno de los más trascendentes por la realidad que vive actualmente el País, respecto a la violación de derechos por parte de militares.

Debe tomarse en cuenta que México se encuentra obligado, en ese sentido, por legislación internacional a la que se adhirió y que, por tanto, le es obligatoria de cumplir. En el ámbito exterior, ven con malos ojos que aquí se someta a un fuero discrecional la comisión de violaciones a los derechos humanos por parte de militares. Éstos asuntos, dicen, deben ser conocidos por tribunales civiles y no por la justicia militar, que por ese solo hecho, corre el riesgo de verse cuestionada por la posibilidad de favorecer a los responsables castrenses de esos ilícitos.

Lo cierto es que, en todo esto, el proceso reformista ha sido lento. Al finalizar la semana, aún se discutía en el Senado de la República lo relativo a esas leyes; sin embargo, se prevé que sea hasta el próximo periodo ordinario de sesiones (es decir, después de septiembre próximo) cuando esta reforma sea analizada por las dos cámaras y, eventualmente, aprobada.

Mientras, el Ejército y la Marina continuarán encabezando una lucha cuestionada y parcialmente ilegal contra el crimen organizado. Nadie, en esto, puede acusar a sus semejantes. Han sido tan irresponsables en el gobierno federal por improvisar esta guerra que hoy parece imparable, como las fuerzas de oposición representadas en el Congreso, por privilegiar la diatriba y el inmovilismo, por encima de las necesidades urgentes del país. Mientras, las cifras de muerte y de transgresión a los derechos humanos, continuarán creciendo sin control y sin oposición alguna.

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