La noche del pasado 14 de mayo, un grupo de sujetos secuestró al ex candidato presidencial del Partido Acción Nacional, Diego Fernández de Cevallos, en dentro de su domicilio, en el estado de Querétaro. A pesar de ser uno de los hombres más importantes, conocidos y de mayor influencia política en nuestro país, luego de más de 130 días de cautiverio, las autoridades federales siguen sin tener pistas claras sobre su paradero, y el proceso de negociación entre los familiares de la víctima y los plagiarios no ha rendido fruto, aunque se sabe que el monto que se exige por su rescate, es de unos 50 millones de dólares. Este es un ejemplo paradigmático de cómo la industria del secuestro es una de las más boyantes, impunes, y redituables, que existen en el país.
Hoy, México es un paraíso para el crimen organizado. Si bien es cierto que en tal denominación se identifica de modo característico a todos aquellos individuos que sistemáticamente se dedican a actividades relacionadas con el narcotráfico, es también claro que la ley federal que tipifica ese tipo de delitos, también incluye a quienes se ponen de acuerdo para privar de la libertad a personas, a cambio de un rescate económico.
En la misma medida que ha crecido la actividad criminal relacionada con el tráfico, venta, recepción y envío de sustancias prohibidas, han también proliferado otras actividades periféricas que han aprovechado el nivel de organización de los grupos criminales, y la imposibilidad del Estado para hacerles frente, y frenarlos enérgicamente, como se debería. Una de esas industrias periféricas del crimen organizado, radica en el secuestro.
Hace más de una década, algunas entidades federativas eran características por la existencia de ese tipo de delitos. En 1998, las autoridades federales detuvieron a Daniel Arizmendi López, alias “El Mochaorejas”; un sanguinario secuestrador, que había cometido varios cientos de plagios, y había matado a varias decenas de sus víctimas, cuando la familia se veía imposibilitada a pagar el rescate exigido. Dos años después, en febrero del año 2000, fue aprehendido Nicolás Andrés Caletri, otro temido personaje del mundo del secuestro, que se había “destacado” por la forma implacable en que cometía esos delitos, torturaba y cercenaba a sus víctimas, y las privaba de la vida cuando las negociaciones del rescate fracasaban.
Ambos cabecillas, cuando fueron aprehendidos, dejaron ver que tras ellos había, respectivamente, una red de complicidades gubernamentales, políticas y policiacas, que los protegían, colaboraban con ellos para la comisión de delitos, e incluso compartían las ganancias económicas que se obtenía de los plagios. Cuando esas dos bandas criminales fueron desarticuladas, y sus integrantes procesados judicialmente, se pensó que México se había librado de los dos personajes más temibles e indeseables que habían existido en los últimos tiempos, y que los secuestros nunca más volverían a ser temor para la sociedad mexicana.
VACÍO DE PODER
Y CIFRAS NEGRAS
Si todo parecía erradicado, ¿qué pasó entonces? La respuesta está en el vacío de poder. Más de la mitad de la presente década, el gobierno federal, y de las entidades federativas, decidieron abandonar sus responsabilidades relacionadas con el combate al crimen en todas sus vertientes, y prefirieron mostrar las debilidades que, evidentemente, fueron aprovechadas por los criminales.
Por eso, la industria del secuestro fue una de las que más floreció. Al comparar las cifras, podemos darnos cuenta, de manera escalofriante, cómo ha escalado la incidencia delictiva en este rubro. En 2001, un estudio sobre esta actividad ilícita, aseguraba que en 1997 habían sido denunciados mil 47 secuestros; en 1998, 754; en 1999, 590; y que en el año 2000, se tenía noticia oficial de que habían ocurrido 548 plagios en todo el país. En ese mismo año, por un lado, la organización México Unido contra la Delincuencia, aseguraba que la llamada “cifra negra” de la incidencia en el secuestro, era que por cada secuestro denunciado, hay dos más que no se notifican a las autoridades; en el otro extremo, en aquellos años el periódico estadounidense The New York Times aseguraba que en materia de secuestros, México ocupaba el tercer lugar, después de Colombia y Brasil.
Hagamos un contraste con la actualidad. Estudios realizados por la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, basados en cifras oficiales tanto de las 32 procuradurías estatales como de la General de la República, revelaron en septiembre pasado que los secuestros en el país aumentaron un 317 por ciento desde el año 2005 hasta la actualidad, sin contar que un 75 por ciento de los casos no son denunciados por los ciudadanos.
“En 2005 —dice el estudio— se denunciaron menos de un secuestro por día (0,89); durante los primeros seis meses de 2010 se han denunciado, diariamente, 3,72 delitos de este tipo (unos 1350 al año, aproximadamente). Esto significa un crecimiento de 317 por ciento”. La alarmante cifra es aún mayor, pues según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), el secuestro tiene una tasa de no denuncia, o “cifra negra” de 75 por ciento, lo que se traduce en que por cada secuestro denunciado existen otros tres. Es decir, que la incidencia real de secuestro en el país, actualmente, podría ser de unos cinco mil 500 por año. Algo que, como es evidente, no podría ocurrir en una nación que se jacta de brindar seguridad y certeza a sus ciudadanos sobre la seguridad pública que se les ofrece.
LUCHA CIUDADANA
El 11 de julio de 2005 fue secuestrado el empresario Hugo Alberto Wallace Miranda. A partir de entonces, su madre, doña Isabel Miranda de Wallace, se convirtió en una de las figuras con mayor influencia y peso político en nuestro país, en su lucha no sólo por exigir a la autoridad mayores resultados en las investigaciones para aprehender a las bandas de secuestradores; acaso, uno de sus méritos mayores, es haber sido ella quien entregó a las autoridades federales a quienes plagiaron, asesinaron a golpes y luego destazaron a su hijo, demostrando con ello que desde las trincheras ciudadanas se puede superar y corregir, en aras de la justicia, a la desidia, las complicidades y la ineptitud de las autoridades que dicen combatir a la delincuencia y no lo hacen.
El relato sobre el secuestro de Hugo Wallace —que está disponible en el sitio web altoalsecuestro.com.mx— es escalofriante. En él se relata cómo desapareció, cómo fue privado de la libertad con engaños, y la forma en que fue asesinado a golpes para luego ser desmembrado con una sierra eléctrica, mientras los mismos secuestradores exigían a la familia el rescate por esa víctima que ya había sido ultimada.
Desde entonces, Miranda de Wallace se convirtió en un icono del dolor que sufren las familias de una víctima del secuestro; de la tragedia que significa, en cualquier circunstancia, el que los plagiarios ultimen a su víctima; y la impunidad que profesa la autoridad cuando, por incapacidad, por complicidad o por desidia, tiene la posibilidad de aprehender a sus víctimas y no lo hace.
AUTORIDAD REBASADA
Personajes como Alejandro Martí y Nelson Vargas, son otros que han vivido en carne propia esa desgracia, y ahora luchan para exigir al Estado que cumpla con el deber de brindar seguridad, y detener a quienes se dedican a esta próspera industria ilícita.
A través de organizaciones como México SOS, han logrado poner en la mesa de discusión nacional, temas como el de la necesidad de impulsar reformas que endurecieran las penas a los secuestradores; la corrupción y complicidad que existe, alrededor del país, entre las bandas criminales y las autoridades políticas que los protegen; y la urgencia de tomar medidas drásticas para frenar esta ola imparable de delitos que lastiman en lo más profundo a quienes son víctimas directas y a sus familias.
Esto, lamentablemente, no es lo peor. Pues en México, de acuerdo con Luis de la Barreda Solórzano, presidente del Instituto Ciudadano de Estudios Sobre Inseguridad (ICESI), “no existen cifras oficiales confiables sobre la incidencia del secuestro” e incluso las 32 procuradurías del país, ofrecen “datos diferentes” al Sistema Nacional de Seguridad Pública; eso es inconcebible, dice, porque ese ilícito es el más grave y ha detonado las crisis de inseguridad.
En Oaxaca, por ejemplo, no existen cifras actualizadas sobre el número de secuestros que han ocurrido en el año; e, incluso, de ser públicas, de todos modos no serían del todo aceptables porque, como ocurre en todo el país, la “cifra negra” de secuestros no denunciados continúa siendo creciente, y en una proporción de tres a uno respecto a los ilícitos sí denunciados.
Hace apenas unos días, la Cámara de Diputados aprobó un incremento de penas en la tipificación del delito de secuestro. Éste pasó a tener una pena privativa de libertad de más de setenta años, con lo que, materialmente, se convierte en cadena perpetua.
Sin embargo, es evidente que eso no es suficiente: falta que la autoridad de las entidades federativas, y la federal, decidan hacer frente a la incidencia de ese delito, y demuestren que el Estado tiene mayor capacidad que las bandas criminales, y que por eso tuvieran que existir más riesgos que impunidad, en cuanto a la posibilidad de ser aprehendido ante la ejecución de un secuestro.
Esa es la labor que falta; la autoridad está tratando de articular una defensa sólida a los criminales, a través de una estrategia policiaca y de seguridad que se articula pacientemente. Lo que queda claro, es que esa respuesta del Estado está tardando demasiado en hacerse real.