Michoacán y Guerrero: mucho poder, sin control, tiene esos resultados

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Uno de los síntomas más claros de que la transición democrática en México fue un fracaso, es la trágica situación que hoy enfrentan la mitad de las entidades federativas, que viven asoladas o por la violencia social o por la criminalidad, pero con gobernadores soberbios y millonarios que sin embargo no tienen capacidad de controlar la situación de los estados que gobiernan. ¿Qué pasa? Guerrero y Michoacán son dos llamadas de atención, de una situación sintomática que debe ser atendida cuanto antes.

En efecto, apenas el 20 de junio pasado se dio el relevo de Fausto Vallejo por Salvador Jara en el gobierno de Michoacán; este fin de semana ocurrió lo mismo en Guerrero, con la salida del gobernador Ángel Aguirre Rivero y su sustitución por Rogelio Ortega Martínez. En ambos casos la salida fue a través de la licencia al cargo. Y en ambos esto ocurrió frente a gravísimos hechos de violencia e incapacidad gubernamental para hacer frente a las circunstancia. Quienes festinan estas situaciones, dicen que detrás de Michoacán y Guerrero se encuentran Tamaulipas, Veracruz, Oaxaca y varias entidades más. ¿Qué pasa?

Lejos de ver las causas inmediatas, vale la pena ir a revisar por qué los gobernadores teniendo tanto poder, han podido hacer tan poco por sus estados. Y la primera respuesta está en el que, al margen de los nombres y los partidos, los mandatarios estatales recibieron mucho poder en muy poco tiempo, con un poder que no les costó obtener porque les cayó de rebote por la alternancia en el poder federal; y por eso asumieron actitudes de nuevos ricos descuidando los temas sustantivos de los gobiernos estatales. ¿De qué hablamos?

De que la extinción del régimen de partido hegemónico en el país, en el año 2000, decantó en los Gobernadores un nivel de independencia nunca antes visto. Hasta antes de ese año, los mandatarios estatales emanados del PRI tenían como Jefe Político al Presidente, y los de oposición eran tratados con lejanía por la Federación. No obstante, casi en paralelo a la pérdida del poder presidencial hegemónico se dieron también las reformas presupuestales que comenzaron a transferir más recursos a los estados, y que le dieron facultades para hacerse de recursos a través de mecanismos como la bursatilización de sus ingresos tributarios futuros.

Esto creó pequeños faraones locales que de pronto tuvieron toda la autonomía para hacer política y para allegarse de más recursos económicos que nunca, y a la par de ello pudieron plantarse frente a un gobierno federal debilitado por sus incapacidades propias y por la pluralidad fangosa del Congreso de la Unión. ¿Qué hizo la federación frente a esto? Comenzó a dar trato diferenciado a los Gobernadores, permitiéndoles todavía más ingresos y una fiscalización selectiva eminentemente determinada por criterios políticos. Así, si los gobernadores ya eran poderosos, la falta de rendición de cuentas les permitió convertirse en los nuevos magnates de la nación gracias al manejo discrecional de recursos, obras y licitaciones.

El problema es que, si vemos esto en perspectiva, lo que observar ver es que quienes se fortalecieron fueron los Gobernadores, no así las entidades federativas, que quedaron a merced de los intereses de los nuevos virreinatos en que se habían convertido los gobiernos estatales. Por eso, no fue extraño ver entidades en las que hubo mucha obra pero sólo de tipo faraónico para alimentar proyectos políticos. Hubo otras entidades en donde la deuda bursatilizada se fue a las nubes, y todavía hoy siguen sin saber en qué obras o programas se aplicaron esos recursos.

Hubo otros gobernadores que abiertamente se coludieron con criminales y decidieron entregar el control político de sus estados a la delincuencia organizada. Y en muchos otros casos más, ante la falta de controles y contrapesos en los demás poderes, se dedicaron a derrochar los capitales que habían conseguido sin preocuparse por hacer gobiernos fuertes en los temas importantes que debían atender.

 

GOBERNADORES SIN ESCRÚPULOS

Una entidad no se ahoga en la criminalidad en sólo un sexenio. Tampoco ocurre eso cuando la violencia es de tipo social y, como en el caso de Oaxaca, las amenazas vienen de organizaciones sociales o gremiales que ponen de rodillas a la gobernabilidad a través de su capacidad de movilización. En el fondo, lo que vemos es que estos fenómenos ocurren por un conjunto de variables que se dejan sueltas no sólo por un ámbito de gobierno, sino por los tres.

Pensemos: ¿cómo un edil —tomando como ejemplo a José Luis Abarca, de Iguala— puede ser al mismo tiempo autoridad y jefe de un cártel criminal, sin que ninguna instancia estatal o federal lo detecte o lo detenga? Supongamos de nuevo: ¿Cómo puede creerse que un Gobernador —pensando en Aguirre o en Vallejo— sea ajeno a la colusión de sus personas cercanas con el crimen organizado, y que la Federación también se desentienda? Y en casos como el de Oaxaca: ¿Cómo puede creerse que la fuerza que tiene hoy la 22 se la dio sólo Gabino Cué?

Esas son cuestiones básicas que en realidad lo que revelan es, por un lado, el tamaño de la falta de compromiso de esos mandatarios con la legalidad y los temas básicos del interés general; pero también revelan la existencia de redes y antecedentes ya anquilosados de relación, por un lado, entre gobernantes y criminales; y por el otro, del sometimiento institucional de los gobernadores a poderes fácticos, como en el caso de Oaxaca a la Sección 22 del SNTE, porque siendo Cué el gobernador, o cualquier otro, la situación frente al poder del magisterio sería prácticamente la misma.

¿Qué debe cambiar? Tendría que haber un replanteamiento integral de las atribuciones de los gobernadores y en general del federalismo en México, así como un refrendo profundo a la defensa del bien común, que se ha perdido aceleradamente en los últimos años. No puede seguir privando la simulación, ni la existencia de gobernadores poderosos en entidades federativas débiles. Ese poder incontrolado hace crisis cuando vienen sucesos como los de Michoacán o Guerrero, que ya tumbaron a sus gobernadores. Y si las cosas no cambian, irán cayendo, como piezas de dominó, muchos más gobernadores.

 

PRESIDENTE, DEBILITADO

Muchos ven, erróneamente, a Peña Nieto solicitando las renuncias de Aguirre o Vallejo. Pero en realidad, quien más debe padecer estas situaciones es el propio Presidente. ¿A poco estas dimisiones no son una especie de llamado a que el mismo Peña Nieto ponga desde ya sus barbas a remojar?

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