+ Visita de Trump tuvo un costo del tamaño de la caída del 2
Uno de los mayores cuestionamientos de la ciudadanía al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto radica en la impermeabilidad del grupo gobernante al sentir de la ciudadanía. Los mexicanos en general están —estamos— muy enojados con el gobierno por su incapacidad de cumplir con sus fines básicos de seguridad y bienestar para la población, en un marco de legalidad y honestidad; y estamos enojados con el Presidente por hacernos ver que él y su gobierno están al margen de lo que la ciudadanía opine. Así, hay un cúmulo de temas que rebasaron la popularidad de Peña Nieto e impactaron —y siguen haciéndolo a diario— en la imagen del Presidente. ¿De qué tamaño es la crisis del régimen, que para demostrar que sí son sensibles sacrificaron al número dos del gobierno federal?
En efecto, este gobierno ha tenido que pagar costos muy altos en imagen, y prácticamente todos los costos han sido proporcionales a los problemas de fondo que reflejan esas aparentes crisis de comunicación. Hay tres ejemplos para ilustrarlo, cada uno con un coste progresivamente mayor.
Primero, cuando ocurrió la detención-desaparición de los 43 normalistas en Iguala, Guerrero, el gobierno federal sorpresivamente decidió mantenerse al margen de la problemática tratando de endosarle el problema de los desaparecidos al gobierno guerrerense que encabezaba Ángel Heladio Aguirre Rivero. Durante varios días, el gobierno federal guardó silencio frente al tema, argumentando que era un asunto que debían dirimir y aclarar las autoridades estatales.
Al margen de quienes vieron en eso una oportunidad política de venganza contra Peña Nieto y el PRI, hubo un sector amplio de la sociedad mexicana que se sintió profundamente agraviado con la actitud del Presidente y del gobierno federal, que demostraban insensibilidad absoluta frente a un hecho abominable y que además asumían con total indolencia y desparpajo un conjunto de hechos que constituían uno de los actos más horrendos —la desaparición forzada— que se puede cometer en contra de cualquier persona. La combinación de esos dos factores dio como resultado que el problema escalara al reproche y el señalamiento directo en contra del gobierno federal, no sólo como autor del crimen sino también como una autoridad omisa que pensó más en el cálculo político que en las consecuencias y el agravio que constituía, hacia todos los mexicanos, la desaparición de los normalistas.
INDOLENCIA
Segundo. Meses después de la desaparición de los normalistas, la periodista Carmen Aristegui dio a conocer los detalles de la adquisición de la mansión habitada por la familia del Presidente. De nuevo, la cuestión no radicaba en el clasismo de si ellos tenían dinero para comprar esa casa o no, o de si merecían tenerla, sino de cómo habían aprovechado la amistad y la relación política con un contratista del gobierno federal, para contratar un crédito en condiciones preferenciales para construir una casa valuada en casi 100 millones de pesos.
El Presidente no sólo demostró haber incurrido en un evidente conflicto de interés —cuestión hasta ahora no reglamentada específicamente en la ley mexicana— sino que inicialmente trató de defenderse presentando a su esposa, que en una actitud iracunda, intentó aclararle a la ciudadanía el origen de la mansión, como si ella y su familia no pudieran estar bajo el escrutinio público a partir del cargo público de su marido.
Aún cuando pidió perdón a los mexicanos —más de un año después de revelada la información, y luego de una investigación que no convenció a nadie por haber sido practicada de inferior a superior jerárquico—, el Presidente mostró por segunda ocasión a qué nivel podía ser impermeable al enojo ciudadano y cómo podía más la protección —y la provisión de impunidad— a sus intereses que la opinión nacional, que en este caso incluía a Luis Videgaray por haber adquirido una propiedad, en las mismas condiciones que el Presidente, y al mismo contratista que es proveedor del gobierno federal.
En esa misma lógica pintaba la tercera situación, que ocurrió con la visita del candidato presidencial republicano, Donald Trump, a México. Videgaray vio en esto una enorme oportunidad no sólo para entablar diálogo con un enemigo de México, sino también de apostar a su propio crecimiento político. Aún ganando, perdió. Y fue así porque pareció que a Videgaray sólo le importaron los números sin considerar que a los mexicanos no nos agravia tanto lo relacionado con el muro o la renegociación del Tratado de Libre Comercio —muchos de nosotros, de hecho, no sabemos nada al respecto—, como lo que tiene que ver con los insultos y el arquetipo del mexicano que Trump se ha dedicado a crear y propalar.
Por esa razón, bajo ninguna circunstancia la visita de Trump podía ser algo bueno ya no digamos que para el país, sino para la imagen del Presidente. Todo parecía indicar que contra los cálculos, Videgaray saldría fortalecido —a partir de razones que, en su soberbia, sólo el vio como superiores al mal humor nacional— aunque el país quedara más enojado y agraviado de lo que ya estaba.
CAER, CAER, CAER
Por esa razón, quizá este resulte ser un intento desesperado del gobierno federal por demostrarle a todos que sí escucha, que sí es permeable y que sí atiende la indignación ciudadana. Ahora, para honrar ese destello, tendría que redoblar esfuerzos en la lucha contra la corrupción, enfrentar el conflicto de interés a todos los niveles, y encarcelar cuando menos a uno de los muchos funcionarios sobre los que se acusa corrupción. Quién sabe si algo de eso ocurra. Pero mientras, la caída de Videgaray no es estratégica, sino desesperada ante lo agraviada que está la ciudadanía mexicana.