+ ¿Quién obligó a Duarte a pedir licencia? ¿Y quién debió presionarlo?
Son pocas las noticias sustantivas que surgen desde las entidades federativas, que actualmente tienen el nivel de relevancia de la renuncia de Javier Duarte a la gubernatura de Veracruz, 48 días antes de culminar su mandato. Esta dimisión ocurre como consecuencia del retiro del apoyo político del gobierno federal, y del PRI, a un Gobernador emanado de ese mismo partido, y al avance en las investigaciones ministeriales sobre su presunta responsabilidad en la comisión de delitos. Aunque linealmente esto parece parte del destino manifiesto de un gobernador corrupto, en realidad debíamos ver más allá, y reparar en que el gobierno federal insiste peligrosamente en presentar a los gobiernos estatales como menores de edad, para encubrir sus propios pecados.
En efecto, ayer miércoles, Javier Duarte de Ochoa anunció en cadena nacional, que se separaría de su cargo, cosa que se oficializó horas después. En esto, lo que hay que ver con detenimiento es el mecanismo de presión utilizado para lograr su renuncia; el ámbito de gobierno que le generó la presión; los factores políticos que fueron decisivos; y el enrarecido contexto en el que se decidió su caída, cuando ya de por sí era —es— un cadáver político.
Primero, Duarte era uno de los gobernadores que generaba mayores negativos en el país. Él todavía fue producto del envión generado por los viejos gobernadores fuertes del primer tramo de la alternancia presidencial del año 2000 (Fidel Herrera Beltrán), que aún tuvo la capacidad de imponer a su sucesor de acuerdo a sus intereses, e independientemente de cuán aceptado, popular u honesto fuere en el manejo de los asuntos públicos.
Duarte, por eso, encabezó esa generación indeseable de gobernadores jóvenes —los herederos de los viejos gobernadores fuertes, de la que también fue beneficiario Ulises Ruiz en Oaxaca—, pero soberbios, sobrados e irresponsables. En ese sentido, todos sabemos que Duarte disparó la deuda, abrió una amplísima brecha con la ciudadanía, abandonó la seguridad de los veracruzanos y nunca demostró eficacia. Por eso la ciudadanía le cobró la factura el día de la elección, llevándolo a la derrota a manos de su más feroz adversario político.
En este punto, es indispensable diferenciar las variables y las presiones que jugaron a favor de la caída de Duarte. Pues, por un lado, si hubiera sido la decisión ciudadana expresada en votos el día de los comicios lo que hizo a Duarte temer con ir a la cárcel, o a sentir la necesidad de solicitar licencia a su cargo para enfrentar las acusaciones que la gente todos los días expresaba, entonces habría dimitido de su cargo al día siguiente de la elección, y no cuatro meses después.
Es decir: a Duarte no lo presionó el repudio de la ciudadanía veracruzana; no lo amenazó el tiradero de su gobierno, ni tampoco las amenazas del gobernador electo —Miguel Ángel Yunes Linares— de meterlo en la cárcel apenas comience la nueva administración.
A Duarte lo presionaron otros —peligrosos— factores. ¿Cuáles fueron?
PRESIÓN FEDERAL
Desde hace por lo menos un año se ha mencionado lo insostenible que resultaba Duarte como gobernador de Veracruz, no sólo por la exorbitante deuda pública o por su soberbia como gobernante, sino también por los escalofriantes hechos de inseguridad y violencia en aquella entidad. Un tema que presionó fuertemente al gobierno federal para intervenir en Veracruz —como si México fuera una corona, un imperio, o un virreinato— fue el incesante número de periodistas asesinados en aquella entidad.
Esto último generó una fuerte presión mediática ya entre la opinión pública nacional, que luego se extendió a los actos de corrupción cometidos durante el gobierno Duarte, y se combinó con la propia presión que ya sentía el Presidente por las denuncias en su contra por corrupción y abusos. Por eso, al menos desde hace un año el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto ha deslizado la posibilidad de ejercer presión política sobre Duarte para que dejara su cargo.
Nada de eso ocurrió, y fue simplemente por el semillero electoral que representaba Veracruz para el PRI, y que no quería arriesgarse a perder antes de los comicios. Por un cálculo electoral no presionó a Duarte a dejar su cargo antes de junio. Querían ver si, con todo y ese lastre, podían conservar la gubernatura para el PRI. Casi lo logran. Aunque finalmente el electorado veracruzano pudo más que los cálculos federales sobre el destino no de Duarte sino del partido en la gubernatura. ¿Qué pasó después?
Que entonces Duarte sí se convirtió en un cadáver político; y que entonces sí se echó a andar la maquinaria federal para quitarlo del camino: el retiro de la gracia presidencial; la intervención de la PGR a través de investigaciones ministeriales; la oficialización de la expulsión de la gracia presidencial a través de la suspensión de sus derechos como priista. Todas, señales propias de una presión política, no ciudadana, para que dejara su cargo. Cosa que ocurrió ayer, y que lejos de ser un triunfo de la justicia, debe ser una nueva preocupación para la ciudadanía.
EXCESOS
¿Quiso demostrar fuerza el Presidente quitando a Duarte? Más bien, aprovechó la circunstancia para conseguirlo, y ver si eso minimiza los negativos presidenciales. ¿Y los demás gobernadores ya pensaron que sus excesos, su irresponsabilidad, y su soberbia nos regresa, como estados, como país y como supuesta “democracia en consolidación”, a los tiempos de las cavernas? Esta es una combinación perniciosa que nos hace dar un paso más en la ruta de la recentralización, que se supone que se acabó con el régimen de partido hegemónico pero que, según vemos, está de regreso. Mal por todos.