Oaxaca, una ciudad entrañable en su 492 aniversario 

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Antonio Gutiérrez Victoria / Adrián Ortiz Romero Cuevas 

Una ciudad excepcional como la nuestra exige testigos, observadores que la interpreten, la interpelen y se pregunten: ¿en dónde estoy parado? ¿Cómo es que de una “tierra arrugada y montañosa”, como la llamó José Antonio Gay, puede surgir un pasado legible?

Para responder a estas preguntas, es necesario contextualizarnos, es decir, ir trenzando pequeñas etnografías del lugar donde uno pasó su infancia, donde descubrió el mundo, donde tomó noción, por primera vez, del lugar dónde estaba parado. 

Oaxaca es una ciudad entrañable, en la que hemos dado nuestros primeros pasos. En donde comprendimos por qué es la tierra del sol, y también el lugar donde Dios nunca muere. Espacio de aromas y sabores que no tienen final. En el que se combinan los sabores del chile de agua, de los chapulines asados con ajo y limón y un tejate que sabe a los mismos Dioses; a un nicuatole que resulta inexplicable para el paladar y en una ciudad de marcados verdes que simplemente arrodillan hasta al más incrédulo. El mosaico de sentimientos, herencias y conjunciones que ni en el más surrealista espacio habríamos podido imaginarnos. Una ciudad que es más de todo lo que le podamos cuestionar; que tiene más pasado de lo que podemos comprender; que alberga más presente de lo que podríamos asumir; y que tiene más futuro del que podemos imaginar. 

Hay que recordar que “solo porque ya estamos en medio de una historia podemos comenzar a contar nuestra propia historia”. Y estar en medio de una historia significa también estar atravesado por múltiples tiempos. Esta idea no es nueva, ya Carlos Fuentes lo advirtió, vivir en nuestro país es cabalgar entre los estímulos que vienen de periodos y acontecimientos tales como el mundo prehispánico, el virreinato, la modernidad, la independencia, la revolución y la posmodernidad. “Más que en un tiempo y un lugar determinados, vivimos en la suma y la intersección de distintos tiempos y lugares, un códice tanto físico como memorioso de los destinos cruzados”. 

Tal vez, por eso, hay algo de reto al fracaso en tratar de escribir una versión propia de su historia, pues es una ciudad en la que se vive de miles de formas distintas. Pero eso no significa dejar de intentarlo.

Nuestras calles, avenidas y carreteras, ya sean cortas o muy largas para el andar a pie, son siempre largas en el andar de la memoria. Funcionan ya como palimpsestos en los que las y los mayores reescriben su memoria con cada nueva vivencia que en ellas acontece, para después, descubrirle a los más jóvenes secretos que corren el riesgo de olvidarse. Eso es vivir la tensión entre el presente y el pasado que nunca termina de volver.

Todas y todos quienes coexistimos aquí, experimentamos la ciudad a partir de sus cambios y por lo tanto de manera plural. Es decir, nos apropiamos de ella principalmente a través de la memoria; de recordar lo que pasó ayer, pero también hace un año y hace veinte. De ahí que, como dice Juan Villoro, no sea extraña la aparición de la nostalgia en los mayores cuando observan una foto antigua de un lugar al que iban cuando niños y ahora ya no existe. 

Oaxaca es un texto, pero es más de todo lo que podríamos imaginarnos. Hay que leerla para descubrir la historia de los pueblos que vivieron aquí. De sus personajes y de sus distintos momentos. De sus tiempos lúcidos y tambien de los acontecimientos que marcaron la postración de la que también fuimos objeto. Hay que leerla, en fin, para entender nuestro presente.

Oaxaca, al fin, es un pedazo de nuestra historia nacional. Un pedazo grande. Es un portento que debemos vivir, entender, comprender y, sobre todo, respetar y amar. 

Gracias siempre, a nuestra linda Oaxaca. 

Lo dice la canción: no quiero morirme sin volverte a ver.

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