Adrián Ortiz Romero Cuevas
Uno de los retos más importantes que enfrentarán los gobiernos actuales y futuros en nuestra entidad, es conseguir una gestión efectiva de la interculturalidad y de la pluriculturalidad étnica, que logre pasar del discurso a los hechos. Ambos, son términos que se aplican generalmente en un contexto aspiracional, políticamente correcto —y hasta romantizado— del discurso institucional, pero que para su potencial materialización necesitan mucho más que retórica y buenas intenciones en cuanto a las relaciones entre los poderes públicos y el llamado “cuarto nivel de gobierno indígena” en Oaxaca, y en México.
En efecto, de inicio vale la pena entender a qué se refiere cada uno de esos conceptos. En términos muy simples, la interculturalidad hace referencia a la interacción entre diferentes culturas, donde ninguna se considera superior a otra. Implica un diálogo respetuoso y un intercambio mutuo de conocimientos, valores y tradiciones. Ahora bien, el concepto de pluriculturalidad hace referencia al proceso de construcción de relaciones equitativas entre culturas, basado en el reconocimiento de la diversidad y la promoción de la igualdad de oportunidades. Implica una transformación de las estructuras sociales y las relaciones de poder que históricamente han marginado a las culturas indígenas.
Los retos, en esa materia, no son menores: de inicio, es necesario plasmar correcta y suficientemente dichos conceptos en el texto constitucional local, para que desde ahí pueda haber un despliegue institucional correcto de todo lo que se podría necesitar tanto para adecuar integralmente la legislación estatal a esa visión, como para implementar políticas y acciones efectivas tendientes a generar esta sinergia que hoy parece existir, aunque en los hechos produce fricciones constantes en la relación de los tres ámbitos de gobierno —federal, estatal, municipal— con el ámbito de gobierno indígena que está en francas vías de reconocimiento como una forma alternativa de organización política, social, económica y demás, a las planteadas por la Constitución de la República (en los artículos 2 y 115) para los municipios en el país.
Ese es un primer reto, que luego se topa con las distintas visiones del desarrollo existentes en un marco de pluriculturalidad. ¿Cómo armonizar la visión del desarrollo de las culturas occidentalizadas con respecto a lo que aspiran o esperan los pueblos indígenas respecto a sus tierras, aguas, comunidades o personas integrantes? Ese ha sido uno de los retos más profundos que presenta Oaxaca: hacer coincidir, por ejemplo, los beneficios de un megaproyecto industrial —llámese un canal interoceánico, infraestructura eólica, represa de aguas o la explotación de recursos naturales como en bosques, subsuelo o minas, entre otros— con lo que una comunidad originaria desea como destino para su entorno.
Nadie —se supone— debería pasar por encima de nadie en el establecimiento o la convivencia entre las visiones del desarrollo. Justo a eso se refiere el concepto de la interculturalidad: todos y todas valen lo mismo, y todas las visiones del desarrollo y los conceptos del mundo tienen la misma valía. Ahí, pues, tendrán que radicar las concepciones del ejercicio de la política, las relaciones de poder y las exigencias entre ámbitos de gobierno.
Quién sabe si, más allá del discurso, en las instancias encargadas de la gestión de la gobernabilidad en los ámbitos estatal y federal, están claros de ello, y de los enormes retos que ello implica para Oaxaca en los siguientes lustros.
Lo importante, insistimos, radica en poder pasar sustantivamente del discurso a los hechos. Veremos.
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