+ En esta ocasión no habrá vencedores ni vencidos
Se dice que la Revolución Mexicana tuvo un saldo en vidas humanas, de alrededor de un millón de muertos. Aquel episodio, sin embargo, tuvo una trascendencia incomparable en la vida pública y en la situación política de nuestro país. El alto costo en vidas humanas, no se lava ni se disculpa en los avances democráticos emanados de aquellos acontecimientos. Frente a ello, ¿cómo podremos interpretar, dentro de un tiempo, esta aciaga época en la que luego de más de 50 mil muertos en México, nada ha cambiado para mejorar?
El asunto no es menor. Cada gran acontecimiento de la vida de una nación, pasa a la historia cuando se logra después de episodios heroicos en los que el pueblo, las fuerzas armadas, o una parte de la ciudadanía, demuestra su valor y su convicción por la defensa de la patria. Teóricamente, eso se replica en cada gran acontecimiento; y es más o menos similar en todas las sociedades.
Ahora bien, nosotros los mexicanos debíamos ver con atención el momento histórico que nos está tocando vivir. Aquí, como todos sabemos, el gobierno de la República le declaró la guerra a un grupo bien focalizado de la sociedad que, por sus actividades comerciales ilícitas, le causa un grave perjuicio a toda la sociedad, no sólo por las sustancias nocivas que dispersa, sino también por el alto grado de violencia que utiliza para llevar a cabo sus tareas. La llamada guerra contra el crimen organizado es, en la visión oficial, un asunto necesario y un medio a través del cual el Estado defiende a sus ciudadanos.
Toda guerra necesita tener una estrategia. Sólo que, en este caso, lo que se libra no es propiamente una guerra, porque no existe un frente de batalla ni de confrontación entre dos entes que tienen legitimidad para enfrentarse en igualdad de circunstancias y condiciones de fuerza y hasta políticas. Aquí, lo que más bien existe es una acción del gobierno para combatir y someter a la justicia a grupos criminales que realizan nocivas actividades ilícitas. Esa acción de gobierno, involucra implícitamente a toda la sociedad, y por esa razón debía tener lineamientos no sólo consensados sino también sensatos respecto a los costos que ella implica para todos los mexicanos.
Sólo que la acción ha sido meramente lineal. El gobierno federal marcó una pauta desde el inicio de la administración respecto a cómo debía librarse esa batalla, y aún cuando el costo en vidas humanas, en dinero y en desgaste del propio Estado frente a la ciudadanía ha sido altísimo, aún no existen visos de que esa estrategia tenga alguna posibilidad de cambio. No varía aún frente a los desastrosos resultados.
Y el gobierno federal no sólo no se siente avergonzado por las consecuencias funestas que involucran y provocan dolor a toda la sociedad, sino que ante todas las exigencias de que cambie la estrategia, éste ha contestado que nada variará, que la estrategia es la correcta, y que por esa razón se continuará aplicando sin ninguna distinción o consideración a quienes le han pedido que haga algo distinto a lo que ahora ha logrado.
La cuestión, sin embargo, no sólo debiéramos verla en el corto plazo, sino más allá. ¿No 50 mil muertos debían ser suficientes como para constituir un fuerte llamado de atención a la sociedad y el gobierno mexicano, y provocar cambios con ello? Aunque la respuesta debiera ser en absoluto positiva, tal parece que en nuestra sociedad no ha sido suficiente, porque todo sigue sin cambiar.
HERENCIA NOCIVA
Aquí las cosas parece que no van a cambiar. Es decir, que parece que los 50 mil muertos que hasta ahora lleva contabilizados la guerra contra el crimen organizado, han servido absolutamente para nada. No han sido un llamado de atención para la sociedad y el gobierno.
No han sido motivo de un cambio de fondo en la estructura del poder político. La misma sociedad no ha tratado de promover formas distintas, y mejores, de exigir a la autoridad mejores resultados. Ni siquiera ha habido disposición para hacer una revisión integral de la estrategia policial contra el crimen organizado. Es más, no ha caído un solo funcionario, ni de nivel alto o medio, de todos los que son los responsables por este saldo abominable.
Sobre este asunto, son certeros los apuntes que hace el periodista René Delgado. Éste, en su entrega del pasado 14 de abril, señalaba que “La herencia de sangre, impunidad y corrupción provocada por la fallida estrategia calderonista frente al problema de la droga y su derrame criminal está ya dada. Es una pena que, en vez de haberse sumado a la idea de dar ese nuevo enfoque al problema, la administración calderonista se haya convertido en el escudero del dictado estadounidense sin reparar en la tragedia nacional desatada, pero quejándose -de modo esquizofrénico- de no encontrar apoyo justamente por parte del patrocinador de su estrategia, al menos por lo que toca al tráfico de armas.
“En efecto, cualquier eventual rectificación de la estrategia del calderonismo para combatir el narcotráfico no tendrá efecto alguno cuando a lo largo de su sexenio la ha sostenido, bajo el simulacro de estar abierto a escuchar otras opciones. Como quiera, abrir brecha a la construcción de una política antidroga distinta a la seguida anima la posibilidad de que, en meses, el nuevo gobierno reconsidere la posibilidad de ensayar un derrotero que abata la violencia y contenga el debilitamiento del Estado (…) Aún asombra cómo la condena a la estrategia seguida en México no alcanza la fuerza y el volumen que exige tanta sangre derramada, sin que ese terrible costo humano se traduzca en paz y bienestar social. Por décadas, incluido el movimiento estudiantil y quizá la cristiada, el país no sufría una sangría de la dimensión de estos últimos años.”
NO HAY RETORNO
Será interesante, según René Delgado, escuchar o leer los malabarismos de la oratoria presidencial para justificar lo injustificable y mostrarse orgulloso. Es impensable, desde luego, que, a meses de terminar el cuestionado mandato que le reconoció el Tribunal Electoral, el presidente Calderón formule la autocrítica de la estrategia con la que pretendió legitimarse en el poder sin poder, y que hoy, incluso, amenaza el concurso para relevarlo. Si la autocrítica tuviera espacio aún en la falleciente administración, arrancaría pidiendo perdón. Coincidimos plenamente con esta exigencia. Si no hay más que hacer, cuando menos el perdón. Pero así como vamos, ni eso presenciaremos del presidente Calderón.