En septiembre de 2008, cuando la financiera mundial Lehman Brothers quebró, en los Estados Unidos, y se comenzó a ver el tamaño de la crisis que se avecinaba, el entonces secretario de Hacienda y Crédito Público del Gobierno de México, Agustín Carstens, aseguró que por primera vez en décadas, la crisis estadounidense no impactaría en la economía mexicana, rompiendo el malamente popular argumento de que, en términos económicos, “cuando a Estados le da gripe, a México le da pulmonía”. Carstens dijo que esto sólo sería un “catarrito”.
El tiempo ha puesto las cosas en su sitio: la caída de la economía nacional no tiene precedentes. Si bien las finanzas nacionales se han mantenido con cierta estabilidad, esto ha sido a costa del sacrificio excepcional de la mayoría de los mexicanos. Esta es una doble realidad, llena de apariencias, en la que mientras el gobierno federal asegura que las cosas van bien y que la recuperación es sólo cuestión de tiempo, los mexicanos resentimos decisiones trascendentales que todos los días nos afectan.
El alza de impuestos, inflación no reconocida, incremento en el costo de la vida, la pérdida del poder adquisitivo y el incremento —sólo representativo— al salario mínimo, hoy son circunstancias que tienen el vilo, y costeando la crisis, a quienes no fueron —fuimos— responsables de crear este fenómeno económico negativo, sin precedentes, en el México de hoy. Nadie, desde el sector público, acepta las responsabilidades de una caída en el ingreso nacional, que tuvo sus orígenes en México y no en la recesión internacional, como tanto ha tratado de justificarse.
Hoy, ninguno de los indicadores económicos en México es alentador. A pesar de que el presidente Felipe Calderón asegura que este 2010 será el año de la recuperación económica, es evidente que el boquete económico dejado por la crisis es mayúsculo, y que dicha recuperación será mínima si se pasa por el tamiz del tamaño de las pérdidas que hubo durante el último periodo de 15 meses.
Por ejemplo, es cierto que algunas cifras relativas al desempleo comienzan a ceder. Pero también lo es que en dicho periodo se perdieron casi 600 mil empleos que no se podrán recuperar en el mediano plazo. Lo mismo ocurre con la economía familiar. El gobierno federal, en conjunción con el Banco de México, determinaron que la inflación total durante 2009 sería de alrededor del 4 por ciento; en esa proporción se dio el incremento al salario mínimo.
Sin embargo, esa parece ser una realidad no compartida por el grueso de la población: Mientras el gobierno dice que todo se encuentra bajo control y que esas escaladas alcistas de precios son sólo “impactos menores”, el mexicano común ha encontrado todos los productos de consumo básico a un mayor costo. Comenzando por los combustibles… y siguiendo con todos los productos que necesitan ser transportados o conservados con medios directa o indirectamente relacionados con los energéticos. Esa es una inflación, que para el gobierno resulta ser… simple, pero deliberadamente invisible.
A todo esto, debe sumarse el hecho de que a partir del primer día de 2010, los mexicanos estamos pagando más impuestos. Sólo para el presente año, se incrementaron las tasas porcentuales del Impuesto al Valor Agregado (uno por ciento); Sobre la Renta (dos por ciento); al Especial sobre Producción y Servicios (en términos variables según los productos); y al de Depósitos en Efectivo (tres por ciento sobre depósitos bancarios mayores a 15 mil pesos en efectivo). Esto, además de los incrementos programados al Impuesto Empresarial de Tasa Única. Por si fuera poco, también se anunció que a partir de ahora, tanto los combustibles, como la electricidad y el gas doméstico dejarán de tener los controles que los habían sujetado, y comenzarán a incrementarse en la misma proporción que lo haga la inflación.
CRISIS ¿INTERNACIONAL?
Esta gran crisis comenzó a gestarse, ciertamente, en los Estados Unidos de Norteamérica. Sin embargo, esto no necesariamente debe entenderse como que nuestro vecino del norte sea el responsable de nuestra crisis. En realidad, ellos atravesaron por un fuerte colapso económico que en nada se compara al que ocurre en el país. ¿Por qué si se supone que México tiene ya una economía sana y robusta, la crisis de allá nos afectó en una escala mucho mayor a la de cualquier país del mundo?
La respuesta es sencilla: por la excesiva dependencia que tiene la economía mexicana respecto a la estadounidense. Expliquémonos: todos los países, sin excepción, basan una parte importante de su economía en las exportaciones. La gran mayoría de las naciones, abren canales de exportación de sus productos a varias naciones, para así lograr una diversificación de mercados y productos. México, sin embargo, no hizo nada de eso.
La razón es simple: siendo el vecino sureño del país económicamente más poderoso del mundo, no era necesario buscar más o más importantes socios que el que tenemos al lado. Así, la economía exportadora mexicana se sostuvo en bonanza lo mismo de vender mucho petróleo barato, que centrando su venta al exterior de materias primas y no productos terminados, y casi en su totalidad a un solo mercado, que es el estadounidense.
Así, cuando el ciudadano norteamericano entró en crisis y dejó de adquirir ciertos productos que tenían como origen México, las exportaciones se frenaron y aquí la industria —que normalmente vivía de las exportaciones— simplemente comenzó a colapsar. Se contrajo la economía, se perdieron empleos y se encarecieron productos que antes tenían menores precios, debido a los efectos adversos que tiene, para el valor de su moneda, que un país importe más productos de los que exporta, y pague al exterior más dinero del que recibe por lo que éste comercia.
Por eso, si bien al principio se pensó que la economía mexicana no sería afectada por una crisis que venía del exterior, lo cierto es que México fue el país más golpeado por este fenómeno. No tuvo que ver directamente la desaceleración económica estadounidense ni mucho menos: lo directamente responsable fue un prolongado mal manejo de las finanzas públicas, una visión corta de lo que debería ser el comercio y la economía hacia el exterior de nuestro país, y un manejo de la crisis que se ha cuidado de privilegiar a la economía de los grandes capitales, por encima del bienestar de la mayoría de la población.
SALARIO MÍNIMO,
PARA VIVIR PEOR
Es posible asegurar que el gobierno mexicano ha privilegiado a la economía de los grandes capitales, por encima de la de la mayoría de la población, cuando acudimos a ejemplos sustanciales que dejan ver que el castigo al salario, para impedir que la inflación crezca, no siempre es el mejor camino para sortear una crisis controlando los vectores principales que la determinan.
Para el investigador Alberto Aziz, “en otros países el aumento salarial ha sido la base para empezar a modificar la grave concentración del ingreso que padece América Latina. Por ejemplo en Brasil, al contrario de México, la política salarial en esta época de crisis se ha convertido en un importante estímulo para fortalecer el mercado interno y frenar los efectos más graves de la falta de crecimiento. El consumo interno en Brasil se ha ampliado y para ello el aumento al salario mínimo ha sido una pieza clave. También en los últimos años los beneficios de estos aumentos al salario mínimo han contribuido a disminuir la desigualdad del ingreso. Los países que más rápido se han empezado a recuperar de la crisis han puesto en operación políticas que impulsan el salario y estimulan sus mercados internos. En México se hace todo lo contrario, se debilita año con año el salario y el mercado interno se fragmenta y se adelgaza.”
Las contrariedades son evidentes: en el último lustro, el salario mínimo en Brasil casi se ha duplicado, y no por ello el Estado carioca ha dejado de ser fuerte: al contrario. Hoy, Brasil es un referente internacional sobre el éxito de un país con economía emergente, que continúa creciendo a pesar de la fuerte crisis a la que se enfrentó en el ámbito internacional.
México, en contraposición, se ha encargado de seguir un camino exactamente inverso: aquí se han postergado las grandes decisiones que podrían determinar la economía a niveles superiores; se ha privilegiado la supresión de los factores que podrían generar dificultades a la estabilidad macroeconómica del país; se ha preferido castigar a la población con incrementos acumulados a prácticamente todos los medios necesarios para la vida; se ha echado mano de los impuestos; y, en general, no se ha logrado poner en salvaguarda a todos aquellos millones de pobres e integrantes de la llamada “clase media”, que hoy somos los que pagamos los costos más altos de esta crisis económica.
LAS PARADOJAS
Para 2010, el salario mínimo se incrementó en 4.8 por ciento. Unos dos pesos diarios, efectivos en el bolsillo de los trabajadores. ¿Qué legitimidad tiene eso, cuando sólo por cada litro de gasolina Magna, los mexicanos pagamos hoy 16 centavos más respecto al precio de hace menos de 30 días? ¿Cómo justificarlo ante la escalada de impuestos y retiros de subsidios, que están sirviendo al gobierno para sortear su crisis y no optar por medidas reales de austeridad y control del gasto público? ¿Cómo pensar que este será un mejor año, cuando cada vez queda más claro que ni en 2010, ni en los que siguen, se podrán recuperar la economía, el poder adquisitivo y los empleos que se perdieron sólo entre 2008 y 2009? ¿Cómo pensar que vamos para adelante, cuando todos nuestros indicadores, y la percepción ciudadana, dicen lo contrario?
Tal pareciera que, en todo esto, el gobierno mexicano le aplica a su pueblo una de las viejas sentencias de guerra que tanto determinaron la historia: “si la guerra está perdida, no me importa que mi pueblo sufra, no derramare una sola lagrima por él. ¡No merece nada mejor!”. La frase se la atribuyen a Adolfo Hitler, cuando estaba a punto de ser derrotado en la Segunda Guerra Mundial. Ante esta descomunal crisis económica —que parece una batalla perdida para el Estado—, bien podría quedarnos a los mexicanos.