+ Escisión: el mejor escenario para Peña Nieto
Si el triunfo de Enrique Peña Nieto pone al PRI, su partido, en el predicamento entre la posibilidad de evolucionar o de regresar al pasado, algo más o menos similar ocurre con las principales fuerzas de oposición, que hoy se encuentran en la disyuntiva no sólo de generar auténticos liderazgos para los próximos seis años, sino incluso de mantenerse consistentes para dar la batalla democrática a quienes por poco ganan la mayoría legislativa que habría de permitirles el control absoluto de las decisiones más importantes del país. Este no es un asunto menor.
En efecto, si —como lo apuntábamos en nuestra entrega de ayer— el PRI hoy se encuentra ante la definición interna de volver al pasado a través de la figura del Presidente omnímodo, o de que éste asegure su supervivencia a través de asegurar las excesivas libertades de los gobernadores, e incluso de que juntos forjen principios sólidos para una gobernabilidad democrática de mediano y largo plazo; en la oposición tienen sus propios retos y éstos tienen que ver con la posibilidad de construir liderazgos que puedan competir por la renovación del poder presidencial en 2018, pero antes, tienen el desafío de llegar juntos y unidos a una competencia por el país, que no será fácil.
¿De qué hablamos? De que, al menos en la Cámara de Diputados, la posible alianza fáctica del PRI, Partido Verde Ecologista y Partido Nueva Alianza, junta los 251 diputados que son necesarios para aprobar reformas legales, e incluso para aprobar juntos el Presupuesto de Egresos de la Federación. Si con eso ya tienen ganada la mitad de la batalla, para conseguir la otra parte que les falta (que es lo relativo a los cabildeos para que sus reformas legales se aprueben en el Senado), cuentan con la ventaja del poder presidencial, que tiene amplias posibilidades de romper muchos de los candados que pudieran existir para consolidar los acuerdos.
En todo esto, las ventajas del PRI son directamente proporcionales a las dificultades que esto representa para la oposición, en la posibilidad no de obstruir las reformas (y generar el inmovilismo legislativo que ha sido característico de los últimos años en nuestro país), sino de lograr que todas las modificaciones constitucionales y legales, sean producto del consenso y de la atención al verdadero interés general, y no sólo capricho o voluntad de un solo hombre (el Presidente) o de un partido, en detrimento de toda la nación.
Esto no parece fácil. Hasta ahora, lo que puede verse es que existen más coincidencias entre el PRI, el Verde Ecologista, Nueva Alianza y el PAN, que entre éste último y el PRD. Lo lógico sería pensar que los dos principales bloques de oposición pudieran generar las coincidencias necesarias para ir a presentar una contraposición inteligente y consistente al partido en el poder, y para conseguir los equilibrios que son necesarios para una nación democrática.
El problema es que en México esa lógica ha ido siempre en sentido contrario. Y por esa razón, en todos los momentos el segundo principal opositor asume al otro opositor (el que tiene la primera minoría en las cámaras legislativas) como su principal adversario, y termina aliándose con el régimen en el poder para tratar de acabarlo, como si uno y otro opositor se disputasen un poder que en realidad no tienen.
Ante esta disyuntiva se presenta la particular situación dada a partir de la separación de Andrés Manuel López Obrador del bloque de fuerzas de izquierda que hasta ahora ha ocupado los principales espacios opositores en el país; y el establecimiento de un raro maridaje entre el PRI y el PAN que parece tener como objetivo un cogobierno similar al que hubo en los últimos doce años, sólo que ahora con el cambio de partido en poder presidencial.
RUPTURA COSTOSA
Andrés Manuel López Obrador se fue del Partido de la Revolución Democrática, y aseguró que tampoco mantendrá su alianza con el Partido del Trabajo y Movimiento Ciudadano. Dijo que el Movimiento de Regeneración Nacional entrará en un proceso de reflexión para determinar si se convierte en una Asociación Civil o termina siendo un Partido Político con registro ante el Instituto Federal Electoral.
Como quiera que sea —y más si decide comenzar el trabajo para la constitución de un partido—, todo esto podría generar una pulverización aún mayor de las fuerzas de oposición que debieran estar haciendo ya el trabajo de contraposición inteligente a los intereses oficialistas. ¿Por qué?
Porque si López Obrador comienza a trazar la ruta de un nuevo partido, casi de inmediato comenzarán a oficializarse las escisiones de los tres partidos que lo acompañaron en estos últimos años. Lo acepten o no en el PRD, PT y Movimiento Ciudadano, muchos de sus nuevos diputados, senadores y hasta gobernadores, le deben la oportunidad al tabasqueño. Y posiblemente podrían comenzar a buscar la posibilidad de constituirse como una bancada independiente, sin fracción parlamentaria como tal, pero sí identificada plenamente con los intereses lopezobradoristas, y con cierta fuerza para plantear ciertos temas en una agenda legislativa propia.
Esto es muy posible. Sin embargo, es evidente que si ya de por sí las fuerzas de oposición no tienen solidez ni identidades definidas (mucho menos compromisos firmes o esquemas programáticos conjuntos para sacar adelante reformas de consenso con el oficialismo y las otras expresiones opositores), mucho menos lo tendrían si, paralelamente al PAN y al Frente que constituyen el PRD, PT y Movimiento Ciudadano, existiera otro bloque de los afines al lopezobradorismo, que tratarían de apuntalar sus propios intereses, y que posiblemente éstos no serían compatibles con los de las otras fuerzas opositoras.
JUEGO DE PODER
Esto, aunque podría constituir una ganancia política para Morena y López Obrador, sería una derrota para el país. Una derrota no porque la oposición sea la panacea, o porque el oficialismo tenga inopinadamente las respuestas a todos los problemas del país, sino más bien porque todo régimen político en el que no existen los contrapesos necesarios para frenar al poder y para incluir lo que no está contemplado, es tan excesivo y nocivo que no puede ser considerado propio de una democracia. Ese es el riesgo que se corre a nivel de país. Y en el ámbito de las entidades federativas, y los municipios, esta atomización podría ser mucho más acentuada, y la disputa menos civilizada. Porque es poder lo que está en juego.