+ En 2006, la incapacidad de generar consensos internos derrotó a Madrazo
El pasado 4 de marzo el PRI cumplió 88 años de existencia y, en apariencia, la conmemoración del aniversario marcó el inicio de la carrera por la candidatura presidencial dentro de ese partido. Las lecturas sobre la recomposición política de ese partido, son variadas. Sin embargo, si algo ha quedado claro en los últimos tres procesos electorales es que el peso específico y las posibilidades más amplias de triunfo de los candidatos presidenciales, no está en las encuestas o en la aceptación espontánea de los ciudadanos, sino en los gobernadores. ¿Está de verdad preparado el presidente Enrique Peña Nieto para pactar con los gobernadores la posibilidad de la permanencia del PRI en el poder?
En efecto, hoy el PRI enfrenta el escenario quizá más complicado de todos los tiempos respecto a una elección presidencial. Ahora, como nunca, propios y extraños tienen la certeza de que el partido del Presidente no cuenta con la fuerza suficiente para retener el poder.
Y de ahí parten todas las perspectivas: parece haber una especie de consenso general a favor de que Andrés Manuel López Obrador es quien abreva la gran mayoría de las simpatías ciudadanas; también, que el Partido Acción Nacional puede construir una opción política interesante con la persona de Margarita Zavala; y también, parece haber una idea cada día más sólida de que el PRD está en vías de extinción. En ese manojo de certidumbres, está también sembrada la idea de que el PRI no tiene con quién ganar, en gran medida por los pasivos electorales que representa el propio Presidente, que ya no es un aliciente sino un lastre para su partido. Esas son las perspectivas de cualquier ciudadano con mediana capacidad de análisis.
Sin embargo, junto a esa perspectiva común, se encuentran los demás factores que también juegan en una elección presidencial: el respaldo del empresariado, las alianzas con los poderes fácticos e incluso el apoyo relevante que se ofrece, o se niega, desde las entidades federativas. En esa perspectiva, en la era de los gobiernos priistas hasta antes del año 2000 eran tradicionales los arreglos entre los candidatos presidenciales y los grupos de poder económico y los poderes fácticos. En ciertos momentos, tanto las estructuras obreras como las cámaras empresariales se sumaban al candidato oficial; y luego, juntos iban a pactar con uno de los mayores poderes fácticos del país, que en otros tiempos fue la industria de la radio y la televisión.
En aquellos años, la alianza con los gobernadores era sólo relativa y aparente: hasta principios de la década de los noventas, todos tenían la certeza de que independientemente del resultado, de todos modos el Presidente seguiría siendo de cuño priista. Por eso, con subordinación todos debían entrar al aro del sostenimiento del estado de cosas: tenían que apoyar inopinadamente al candidato oficial, para que éste convertido en Presidente, los respaldara en sus respectivos gobiernos, intereses y cacicazgos —personales o de grupo— estatales. Básicamente, nadie se atrevía a cuestionar el poder presidencial porque no había certeza alguna de que un enfrentamiento con el Presidente tendría buen puerto para quien lo intentara. Por eso, para el Presidente en la vieja era priista, el apoyo de los gobernadores era uno de los elementos que, sin negociar, ya daba por sumado.
Todo eso cambió cuando en el año 2000 el propio Presidente permitió el avance de la oposición, en buena medida a partir de las advertencias a los gobernadores de que no influyeran en el proceso electoral, y la permisividad para que incluso algunos de ellos pactaran con el candidato opositor. Ya para entonces, además, había varias gubernaturas en manos de la oposición. Por eso tuvo tanto eco el llamado al voto útil como una forma de desmantelar y deslegitimar la estructura de apoyo incondicional —y condicionada— que fueron siempre los gobernadores al candidato presidencial priista.
LECCIONES DE LA HISTORIA
Cuando el gobierno de Vicente Fox se enfiló hacia su último tercio, no parecía posible que el PAN retuviera la Presidencia en 2006. En uno de los frentes, Andrés Manuel López Obrador ganaba popularidad aceleradamente como jefe de Gobierno de la Ciudad de México; y en el otro frente, estaba Roberto Madrazo Pintado, parecía respaldado por la mayoría de los gobernadores que habían emanado del PRI.
Esto último era, en realidad, un espejismo, ya que pronto quedó claro que la mayoría de ellos no sólo no tenía coincidencias con Madrazo Pintado —y que, de hecho, eran opositores silenciosos—, sino que además no tenían ninguna intención de volver a tener un gran cacique nacional, en la figura del Presidente como jefe máximo del priismo, como en el pasado.
Por si eso no fuera suficiente, Roberto Madrazo se dedicó de tiempo completo, desde casi dos años antes de la elección presidencial, a construir su candidatura presidencial desde la Presidencia del partido, lo cual rompió todas las reglas internas de equidad y generó agravios con los Gobernadores, que finalmente fueron cobrados en la construcción de nuevas alianzas relacionadas con el llamado “voto útil”, aunque ahora a favor del candidato presidencial del PAN, Felipe Calderón Hinojosa. E incluso, en el año 2012, los priistas tuvieron consensos a favor de Enrique Peña Nieto porque éste supo dar juego a todo un grupo de gobernadores que vieron en la potencial figura presidencial, una forma de asegurar sus espacios de privilegio que hoy están rotos circunstancialmente por la intolerancia social cada vez mayor social frente a la corrupción.
En esta lógica, una de las preguntas de la mayor relevancia en estos momentos radica en qué alianzas, y qué alicientes le dará el Presidente a los Gobernadores, para que éstos accedan a respaldar el proyecto político del priismo. Puede ocurrir que el Presidente quiera amagar a los Gobernadores con la imposición de su candidato; puede ser que intente llevar a la candidatura presidencial a una figura unificadora que abra el entendimiento con los mandatarios que hoy pudieran sentirse en riesgo por la necesidad de perseguir la corrupción. Incluso, puede ocurrir que finalmente los gobernadores, como representantes sustitutos de los poderes fácticos, se unan para impulsar ellos a un candidato y al que insten al Presidente para que lo apoye.
Lo único que no puede ocurrir, en esta lógica, es que hoy en día salga un candidato presidencial de entre los gobernadores. Para mal de todos, esa es una figura que prácticamente no se ha modificado desde los tiempos del viejo régimen de partido hegemónico, y por eso hoy los espacios de las gubernaturas están sometidos a fuertes presiones y desgastes relacionados con el ejercicio mismo del poder y los recursos públicos.
DESTINO ANTICIPADO
Por esa razón, uno de los temas que cobrará relevancia conforme avance la contienda interna por la candidatura presidencial en el PRI, será el de la relación que el Presidente pueda entablar con los gobernadores, y los alicientes que tengan uno y otros para mantener el poder. Queda claro que al Presidente no le alcanza su capital político para distanciarse de los gobernadores, y que éstos no tienen la legitimidad suficiente como para impulsar a alguno de ellos a la Presidencia. Entonces, en la búsqueda de su justo medio —con un candidato que seguramente no será un peñista puro, pero tampoco la consecuencia de un chantaje de los gobernadores—, es como en buena medida los priistas resolverán anticipadamente su destino para la elección presidencial del año próximo.