El pasado 29 de junio, murió ejecutado el candidato del PRI al Gobierno de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú. Este hecho, abominable en sí mismo, redimensionó la crisis institucional que se vive en el país por la lucha contra el crimen organizado. El gobierno federal, que ha esgrimido la guerra antidrogas y por la seguridad pública, como su principal bandera de gobierno durante toda la administración, entró en fuertes cuestionamientos y contradicciones.
El hecho reveló, en su brutal magnitud, que el Estado ha sido incapaz de articular una estrategia eficaz contra los criminales, que éstos continúan teniendo una capacidad de fuego y operativa capaz de lograr ejecuciones de alto impacto con toda libertad e impunidad; el crimen organizado no tiene límites y, sobre todo, que la guerra paralela que se ha emprendido desde la Casa Presidencial, contra sus adversarios políticos, hoy tiene al país en un estado de crispación tal, que los llamados presidenciales al más alto nivel para revisar las estrategias contra el crimen organizado y articular estrategias conjuntas, son calificados sin ningún rubor, como electoreros y oportunistas.
Ante ese escenario, cabe preguntarnos: ¿en qué nivel de descomposición están tanto la seguridad pública, como la convivencia política en el país? Es cierto que en una guerra las bajas humanas son uno de los elementos imprescindibles. Sin embargo, en el sentido más estricto, la que hoy se libra no tendría que ser calificada por el mismo Estado como tal: en una conflagración armada, denominada como “guerra” se enfrentan dos Estados soberanos, cada uno por defender una posición que considera legítima, y por la cual vale la pena enfrentarse con las armas.
En el caso mexicano, la guerra no es tal: mientras el Estado se encuentra perfectamente legitimado para hacer uso de la fuerza en contra de quienes transgreden la ley, el crimen organizado (narcotraficantes, secuestradores, falsificadores, contrabandistas, asaltantes y demás) constituyen un frente amorfo que, de sí, carecen de toda legitimación tanto en sus métodos como en sus principios, e incluso en su composición. Desde la sola denominación, el Estado mexicano legitimó la lucha y los postulados de un enemigo que no tiene denominación exacta, ni principios claros, y mucho menos normas o convicciones que los rijan para continuar la lucha.
No obstante, el de la denominación parece ser apenas el primero de los problemas. Acaso, en todo esto, el más grave, es que más allá de los dichos y las acusaciones electoreras o partidistas de oposición, la estrategia anticrimen del gobierno federal ha demostrado una ineficacia profunda. Se pensó inicialmente que con la utilización de las fuerzas armadas (Ejército, Marina y Fuerza Aérea) las labores de acotamiento y persecución en las zonas de influencia del crimen organizado, se harían con éxito e incluso con mayor contundencia y rapidez que valiéndose de las corporaciones de seguridad pública.
Los hechos demostraron lo contrario. Existen estadísticas serias que demuestran que en cada uno de los estados donde hizo presencia el Ejército para combatir a los criminales, los índices de inseguridad y violencia no sólo no disminuyeron sino que, al contrario, se incrementaron de modo importante. Hoy, territorios que antes tenían niveles “medianos” en cuanto a acciones criminales, hoy están avasallados por la inseguridad. Para el gobierno federal, la guerra anticrimen se ha convertido en un asunto incontrolable que, además, no parece tener solución ni consenso frente a las demás fuerzas políticas con influencia en el país.
El escenario, así, parece ser el peor: no existe salida cercana al problema de la inseguridad; la interlocución política está prácticamente rota debido a este fracaso, y a las afrentas recientes que se abrieron con las fuerzas políticas de oposición a raíz del proceso electoral. Las banderas del gobierno federal agonizan. Y la administración del presidente Felipe Calderón parece estar sepultada en todas sus posibilidades de generar un cambio sustantivo que pueda ser bien recibido por la ciudadanía.
CRIMEN POLÍTICO
No existen elementos para asegurar que el homicidio del candidato Rodolfo Torre Cantú, ocurrido el lunes en Tamaulipas, tenga un móvil o motivación política. Sin embargo, para efectos prácticos, ese hecho sí modificó el escenario político-electoral no sólo de aquella entidad, sino de todo el país. Los efectos trepidantes de esta convulsión abominable, se dejaron sentir a nivel nacional e internacional.
De acuerdo con sobrevivientes al ataque, un grupo de hombres vestidos con uniformes de la Marina Armada de México interceptó los dos vehículos en que viajaban el Abanderado priista y sus más cercanos colaboradores, en la carretera que conduce al aeropuerto de Ciudad Victoria. Teniendo información privilegiada sobre las acciones, agenda y ruta de desplazamiento de su objetivo, los sicarios bloquearon con un vehículo pesado la carretera justo ante el paso del convoy priista. Los ejecutores marcaron el alto a las camionetas, sus ocupantes descendieron ante la posible confianza por los elementos militares, y todos fueron atacados certeramente, siendo el principal objetivo el de ultimar al abanderado.
El hecho desató una ola convulsiva que hacía mucho tiempo no se veía en México. Desde el asesinato de Luis Donaldo Colosio, ocurrido en marzo de 1994, no se había vuelto a atentar consumadamente en contra de un aspirante a cargo público. Sea como sea, independientemente del partido o la entidad, el hecho de que se asesine violentamente a un candidato a Gobernador se convierte en un hecho de trascendencia profunda y motivo de cuestionamiento para un Estado que si no tiene la capacidad de prevenir este tipo de crímenes de alto impacto, mucho menos lo tendría de salvaguardar a la población civil que está expuesta a todo tipo de agresiones.
¿Y LA INICIATIVA MÉRIDA?
En enero de 2007, el presidente de Estados Unidos de Norteamérica, George W. Bush vino a México a proponer a su homólogo que recién había tomado las riendas del país, Felipe Calderón, un pacto para luchar conjuntamente contra el crimen organizado. Se prometió participación conjunta de ambos países no sólo para labores policiacas y de investigación, sino también para cortar todas las arterias que dan vida a las bandas criminales.
Al parecer, más allá de la lucha que se libra en las calles, todo lo demás ha fracasado. El gobierno de México ha sido incapaz de desmantelar las estructuras financieras y de provisiones de las bandas criminales. Es decir, que independientemente de las bajas, ellos tienen toda la capacidad para continuar haciendo frente a las fuerzas federales, que tienen el poder de la impunidad para corromper a funcionarios de todos los niveles, y para sostener sus caudales violentos y sus operaciones. Así, lo que hasta ahora ha hecho el gobierno es una simple “poda” de sus bases operativas. Pero las raíces de ese delincuencial negocio continúan intactas, proveyendo de todo lo necesario a quienes hacen del crimen y la violencia su forma de vida.
El gobierno de Estados Unidos ha sido incapaz de responder con eficacia. Han evadido su responsabilidad por el flujo constante de armas desde la frontera norte. Está documentado que alrededor del 90 por ciento de todas las armas que entran al país desde la Unión Americana, tiene como objetivo cubrir las necesidades de las bandas criminales. Así, con ese abastecimiento constante, no existe modo de que los decomisos de dinero o incautación de armas, así como de la aprehensión de simples lugartenientes pero no cabecillas, infieran daños estructurales a las redes criminales.
GUERRA POLÍTICA
La falta de acuerdos políticos y de consenso al más alto nivel, han hecho inviables varios de los puntos de la Iniciativa Mérida. Casi todos, son sustanciales para incrementar el potencial de la lucha anticrimen. Por eso, por esa falta de acuerdos e interlocución para hacer más eficaz la persecución a los cárteles de la droga y la delincuencia organizada, es que hoy el presidente Calderón se encuentra urgido, pero descalificado, para entablar diálogo con las fuerzas partidistas.
A la par de esta guerra contra el crimen, entabló otra contra los partidos. Desgraciadamente, para su causa, ninguna de sus apuestas ha tenido el éxito esperado. El PRI, a quien pretende limitar, es el partido que más ha avanzado en sus objetivos de reposicionamiento. Hoy, para el Presidente es fundamental dialogar con el PRI porque éste representa el equilibrio que su partido no tiene en el Poder Legislativo. Sólo que, por las disputas partidistas, el panismo federal ha descalificado sistemáticamente a un tricolor que ahora se muestra renuente a una forma de entendimiento que no sea bajo la tónica de la autocrítica y la aceptación de responsabilidades por los agravios que se infringieron al calor de la lucha electoral.
PRESIDENTE, SIN SALIDA
La combinación de todos estos hechos y circunstancias políticas, deja en claro que el gobierno de Felipe Calderón ya no tiene un rumbo cierto. El asesinato del candidato Torre Cantú dejó en claro que la lucha, al menos moralmente, ya tiene un fracaso sin regreso. Para efectos políticos, la posibilidad de acuerdos duraderos con las fuerzas opositoras es escasa y tirante. Sus banderas principales están agotadas, y el diálogo prácticamente roto. Así, lo único que parece quedar, es simplemente administrar esta crisis hasta que llegue el 2012. El gobierno federal parece estar en vías de “bajar las cortinas” anticipadamente, respecto a sus principales proyectos de gobierno.