Reelección legislativa: Dilema entre democracia e ineficiencia

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Al conmemorar los primeros tres años de su gobierno, el presidente Felipe Calderón Hinojosa anunció el envío de una serie de propuestas de ley tendientes a fortalecer la democracia. Una de ellas, que llamó particularmente la atención por su polémica y trascendencia, fue la de modificar los artículos 59 y 115 de la Constitución federal, para permitir que los Legisladores —diputados y senadores— y Presidentes Municipales tengan la posibilidad de reelegirse en sus cargos sin las limitantes actuales.

Una vez hecho el planteamiento por el presidente, surgieron innumerables dudas y cuestionamientos, además de un debate que aún no termina de ser comprendido. Quienes han exigido reformas de fondo para fortalecer el andamiaje democrático del país, tuvieron puntual respuesta con ese anuncio que realizó el Titular del Poder Ejecutivo.

Sin embargo, un sector importante de la opinión pública se volcó en al menos dos vertientes que contrastan de modo importante con la anterior: una de ellas, la que señalaba que ese sería un enorme, jugoso y atractivo premio para la marcada ineficiencia actual de los legisladores; la segunda, que ello equivaldría a abrir la puerta para que dentro de no mucho tiempo se pensara en legislar nuevamente la reelección presidencial.

El contexto actual del Poder Legislativo, evidentemente, no es el mejor. Desde 1997, cuando por primera vez desde que se instauró en el poder federal el régimen priista y los gobiernos emanados de ese partido, hubo una mayoría legislativa de la oposición en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, el Poder Legislativo ha sido una de las principales cajas de resonancia en la vida institucional mexicana; también ha sido un contrapeso que ha contribuido a desmantelar por lo menos algo del poder excesivo del Presidente.

Pero, aún con todo eso, no ha dejado de ser un órgano integrado eminentemente por personajes y grupos de poder que no revelan un compromiso real por el país. ¿Qué podemos entender por eso? Que la actuación de quienes integran ese poder, se tradujera en beneficios concretos para la Nación. Tal cosa, aún con los beneficios descritos en las líneas anteriores, no ocurre.

¿Por qué? Porque si bien el Poder Legislativo ha tenido la posibilidad de impulsar buena parte de la apertura democrática entre los poderes federales, y ha delineado de un modo abierto y congruente los principios de apertura, debate y pluralidad entre las fuerzas políticas que lo componen, su actuación no ha dejado de estar enmarcada por la ineficiencia, por el desdén en muchos de sus integrantes, y por la demagogia que no deja de estar presente en los debates que se llenan de prejuicios y no impactan en reformas de beneficio trascendental para nuestra nación.

Comúnmente, en el pasado, los diputados eran tildados como “becados”, “levantadedos” o “vividores”. Les ha costado mucho esfuerzo deshacerse de algunos de esos calificativos. Sin embargo, las tentaciones que provoca el poder, junto con la “disciplina”, y el interés y las pugnas partidistas que muchas veces es antepuesto la voluntad política por el país, impiden que los legisladores hagan un trabajo eficiente.

 

EL CONTEXTO

Actualmente, para el caso de los legisladores federales, el artículo 59 de la Constitución General de la República, establece lo siguiente: “Los Senadores y Diputados al Congreso de la Unión no podrán ser reelectos para el período inmediato. Los Senadores y Diputados Suplentes podrán ser electos para el período inmediato con el carácter de propietarios, siempre que no hubieren estado en ejercicio; pero los Senadores y Diputados propietarios no podrán ser electos para el período inmediato con el carácter de suplentes.”

No siempre tuvo esa redacción. En la publicación original de la Constitución federal, ocurrida en el Diario Oficial de la Federación del día 5 de febrero de 1917, dicho numeral establecía los requisitos para ser Senador que, hoy con modificaciones, se encuentran contenidos en el artículo previo. Señala el investigador Lorenzo Córdova que tal reforma, ocurrida el 19 de abril de 1933 tuvo finalidades específicas que tuvieron más que ver con el fortalecimiento del poder presidencial, que con cualquier vocación democrática o de consolidación de la no reelección.

Las razones son elocuentes. Al inhibir la posibilidad de que los legisladores pudieran reelegirse en sus cargos consecutivamente, la figura del Presidente de la República acrecentaba su poder al generar, cada tres años, nuevos compromisos políticos y una cartera fecunda de premios para quienes fueran leales o necesarios para el régimen. Durante la larga hegemonía de los gobiernos priistas, poco importaba si los legisladores tenían amplias ideas sobre el debate nacional, o importantes propuestas que aportar desde la llamada “más alta tribuna política del país” en la Cámara de Diputados.

Esto porque, en realidad, era el Presidente quien enviaba más del 98 por ciento de las propuestas legislativas que efectivamente se estudiaban y aprobaban en el Congreso. Al no haber posibilidad de reelección, muchos de los integrantes del Legislativo tomaban el cargo como un premio y no como una oportunidad para rendir, entregar cuentas y aportar algo importante a la nación. El electorado, en resumen, no tenía modo de castigar o premiar al legislador por su desempeño, pues no había compromiso alguno de largo plazo ni obligación de entregar cuentas, y mucho menos un refrendo para el buen desempeño.

Así, el resultado de todo eso fue un Poder Legislativo dominado también por el Presidente, en el que no había capacidad potencial para generar contrapesos, debates o propuestas importantes. El Ejecutivo Federal lo disponía todo, y el Legislativo le daba la forma legal y dotaba esas decisiones de los principios democráticos necesarios. Era la omnipresencia de la figura presidencial en sus máximos rasgos.

TRANSFORMACIÓN

DE HECHO

El Poder Legislativo cambió de hecho, pero no ha logrado aún de derecho. En sus formas políticas sigue siendo exactamente el mismo Poder controlado por fuerzas distintas a la verdadera representación popular, aunque éstas ya no se concentran en la figura del Presidente. El Primer Mandatario, en realidad, controla una parte de las postulaciones de su partido. Pero son los dirigentes políticos de cada una de las fuerzas partidistas las que controlan y deciden el rumbo de la Legislatura.

Por eso, la sorna continúa siendo la misma. Los diputados federales y senadores, en su mayoría, continúan entendiendo hoy que lo verdaderamente importante es acceder al cargo, porque después ya no hay modo alguno de ser removido, fiscalizado o llamado a cuentas por sus electores.

Por eso sigue llegando al Congreso gente sin un compromiso y sin ideas claras por el país; y por eso los partidos continúan postulando a personajes como pago de cuotas a sus grupos políticos, en retribución a favores o lealtades partidistas de cierto nivel, o porque son quienes tienen algo de popularidad en el electorado pero muy poco que aportar a México en propuestas y trabajo legislativo.

FANTASMA DE

LA REELECCIÓN

Hay quienes consideran, sin embargo, que dar apertura a la reelección inmediata de legisladores, es tanto como comenzar un proceso de regresión hacia la perpetuidad presidencial. Este, en realidad, es uno de los temas más sensibles para el país, porque muchas de las batallas más sangrientas y dolorosas que se registran en los anales de la historia nacional, tienen que ver con la lucha permanente por desmantelar la permanencia constitucional de un solo hombre como Jefe de Estado y de Gobierno en México.

Así, quizá esta discusión sea casi tanto o más sensible que la petrolera. Ciertos sectores habrán de resistirse hasta el final a que se consolide una reforma de esta naturaleza, en función de esa idea preconcebida sobre la reelección presidencial. Es un punto que desearía no ser tocado, igual que como lo fue la reforma petrolera a la que siempre le rondó el fantasma de la privatización del petróleo. Nadie quiere volver a esa figura, porque a los mexicanos nos costó sangre y fuego lograr que el hidrocarburo fuera un bien esencialmente nacional; y nos costó eso y mucho más, no volver a permitir que la Constitución federal contemplara la reelección presidencial. Esa será la traba esencial de esta discusión, cuando llegue al pleno del Congreso de la Unión.

 

PROBLEMA OPERATIVO

Lo grave de todo esto, es que el Poder Legislativo se presenta como un órgano que discute mucho, pero resuelve poco. En muchos casos, en muchos, a los legisladores y grupos políticos les ha ganado la conveniencia partidista o los prejuicios, y han pasado por el verdadero interés nacional. Una buena muestra de madurez política de fondo y no calculada, la darían debatiendo y resolviendo algunos de los temas que son más urgentes que esta reforma democrática.

Es decir, que podrían dar signos de madurez política comenzando por destrabar temas como el de la reforma fiscal integral, la energética y las demás que integran el bloque de las llamadas “reformas estructurales”. Nadie quiere pagar costos políticos por ciertas reformas. Pero hacen pagar al país, costos altísimos por la pérdida de producción —en el caso petrolero—, la pérdida de competitividad o la pérdida de atracción de recursos fiscales, capitales y demás.

La reelección de diputados, en el mediano plazo, podría constituir un buen acicate para la entrega de un trabajo legislativo de más nivel y resultados más tangibles. Sin embargo, si junto con eso no se desmantelan los cacicazgos actuales, lo que habrá de ocurrir es la consolidación del pago de favores políticos y los grupos de poder que no necesariamente representan las necesidades e intereses de la mayoría.

En todo esto la ciudadanía jugaría un papel esencial. Hasta ahora, continúan llegando a la representación popular personas que aportan poco, justamente por el desdén del electorado que no vota, que lo hace sin razonar el sentido de su voto; o que se presta al clientelismo que sustituye a la razón y el interés general. Quien quisiera reelegirse tendría que presentar a la ciudadanía resultados y acciones concretas. Ya no sólo promesas irreales o planteamientos —como muchos de los vertidos en el más reciente proceso electoral— que no tienen sustento en la realidad nacional.

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