Adrián Ortiz Romero Cuevas
El pasado 16 de mayo, se celebraron comicios para renovar las presidencias municipales y diputaciones locales en el estado sureño de Yucatán. Las previsiones que tenían las respectivas fuerzas políticas, basadas en cifras arrojadas por casas encuestadoras, preveían un triunfo holgado del Partido Revolucionario Institucional en una plaza que parecía emocional y moralmente importante para la competencia: Mérida. La capital yucateca, llevaba casi dos décadas siendo gobernada por Acción Nacional. E independientemente de los demás resultados, el obtener ese daba una ascendencia distinta, y superior, a la fuerza que lo lograra.
Y aunque el resultado final fue el esperado, algo raro ocurrió en el camino. Prácticamente todas las empresas encuestadoras habían previsto que el partido tricolor ganaría la alcaldía meridana con más de diez puntos de ventaja sobre el panismo. Esta previsión parecía brutal. Los albiazules ubicaban a Mérida como el principal centro de sus victorias morales. Y el priismo se regodeaba argumentando no sólo que expulsaría a sus adversarios derechistas del poder municipal en esa demarcación, sino que lo haría de forma determinante.
Toda esta guerra previa a los comicios ocurrió por una causa perfectamente focalizada: todos, sin excepción, hicieron caso a las percepciones que crearon las casas encuestadoras con sus respectivos estudios. Ninguna atinó a establecer, ni siquiera cercanamente, que al final si bien el triunfo sí sería para el priismo, éste no tendría no doce ni diez ni quince puntos de ventaja sobre el panismo: sólo un apretado tres por ciento superior, en el margen de votación.
Ante ese resultado, todos los involucrados se quedaron viendo mutuamente, como preguntándose si eso era posible. En otras palabras, que fuera posible que todas las casas encuestadoras se hubieran equivocado; que todas hubieran establecido parámetros o metodologías erróneas; o que, como se atrevió a decir algún periodista, “en el último momento” los panistas meridanos hubieran decidido salir a votar, para evitar que el priismo se llevara el triunfo arrasador que, según las encuestas, ocurriría.
A reserva de que líneas más adelante hagamos referencias a argumentos de expertos en relación al caso Mérida, y frente al ejemplo, tenemos necesariamente que preguntarnos si lo que las encuestadoras están haciendo es lo correcto. Algo así como preguntarnos si es adecuado que el ambiente electoral se crispe con la difusión imparable e incontrolable de cifras hechas pasar como “encuestas serias”, pero que no siempre son tomadas a través de metodologías serias y reconocidas; que se hacen con sesgos metodológicos o por consignas o intereses económicos o políticos preestablecidos. Incluso, debemos preguntarnos en qué abonan, más allá de la creación de percepciones, aquellas encuestas que son “levantadas” por empresas que ni siquiera tienen la infraestructura, y no digamos la capacidad técnica y los recursos suficientes, como para emprender una misión de tal envergadura.
En realidad, frente al cúmulo de intereses políticos, y efectos emocionales que se crean en las campañas, las encuestas perdieron su valía, utilidad y trascendencia inicial. Es decir, que, independientemente del modo en cómo se realicen, su grado de eficacia y el reconocimiento de quien la realiza, las encuestas hoy, en manos de los partidos y equipos de campaña, desvirtuaron por completo su finalidad. Pasaron de ser una herramienta esencial para la toma de decisiones, para ser parte de un sucio juego de afrentas y percepciones que sólo crean confusión en el electorado, que engañan a quienes las tienen en las manos, y que nublan la capacidad de los actores políticos para tomar decisiones adecuadas.
CASO MÉRIDA, A DETALLE
A pesar de la victoria priista, el resultado en Mérida no fue el esperado. Todos se preguntan por qué. Y sobre todo, encuentran ahí un referente de lo que puede ocurrir en realidad en los comicios que próximamente se celebrarán en doce entidades de la República, para elegir a sus respectivos gobernadores.
En este sentido, el director de la casa encuestadora Parametría, Francisco Abundis, en un artículo publicado en el periódico El Universal, el pasado 18 de mayo, que “Si lo que pasó este domingo en Yucatán pasara en las 14 restantes elecciones locales, en lo que se refiere a diferenciar entre las mediciones preelectorales y los resultados finales, significa que estamos sobreestimando al PRI. Si esto fuera así, la supuesta ventaja que lleva este instituto político en la mayor parte de las 12 elecciones de gobernador estaría cuestionada. Por ello el escenario para el próximo 4 de julio podría ser mixto o no de dominancia priísta como se venía perfilando.”
¿Por qué asegurar lo anterior? Porque hasta ahora, prácticamente todas las referencias sobre el triunfo o derrota de un candidato, emergen fundamentalmente de las encuestas. El resultado de Mérida, independientemente de que la ahora alcaldesa electa, Angélica Araujo, tuviera o no el arrastre suficiente como para lograr una victoria incuestionable, demuestra que el trabajo de gurú estadístico no siempre tiene buenos resultados; deja en claro, además, que no todo lo político es medible. Y sobre todo, debe convertirse en un referente para que el ciudadano, y los partidos y candidatos, dejen un poco de lado esa excesiva confianza u obsesión por las mediciones.
EL CASO COLOMBIA
El pasado 1 de junio, el internacionalista Jordy Meléndez Yúdico, analizaba en un texto publicado en El Universal, un curioso fenómeno ocurrido en Colombia los días previos, que tenía ciertas similitudes con lo que denominaremos como el Caso Mérida. En su análisis, el especialista dilucidaba sobre los atípicos resultados de la primera vuelta en los comicios presidenciales de aquel país sudamericano. Igual, contra todos los pronósticos y encuestas, el candidato oficialista Juan Manuel Santos, había vencido con casi 25 puntos a su más cercano oponente, Antanas Mockus.
Meléndez, en esto, señala lo siguiente: “La incertidumbre sobre los resultados de una elección es, por lo general, muestra de un sistema democrático plural y competitivo. Sin embargo, pocas veces hay resultados que sorprendan tanto, por inesperados, como los de este domingo en Colombia, donde prácticamente nadie imaginó que el candidato del oficialismo uribista, Juan Manuel Santos, obtendría una victoria tan amplia sobre el candidato del Partido Verde, Antanas Mockus, en la primera vuelta.
“Con 99.7% de las mesas computadas, la Registraduría Nacional informó que Santos logró captar 46.6% de los votos contra 21.5% de Mockus. Una diferencia de 25 puntos porcentuales. Pero la sorpresa no viene de que Santos haya vencido en esta etapa, ni de que Mockus haya quedado segundo, sino de la abismal diferencia entre uno y otro. Hasta hace una semana, todas las encuestadoras anticipaban una votación cerrada entre los punteros. Si revisamos los resultados de Datexco (21 de mayo 2010), ésta pronosticaba 35% para Santos y 34% para Mockus; el estudio de la Universidad de Medellín (20 de mayo 2010) daba 37% Mockus y 32% Santos.”
Lo primero que se previó, en todo esto, es que ante los resultados imprevistos, podría haber existido una falla en las encuestas, debido a que la mayoría habían sido levantadas por vía telefónica. Luego se dieron cuenta que las recabadas a ras de suelo tenían resultados parecidos. Lo que no se tomó en cuenta, en realidad, fue que la elección se realiza no sólo en zonas urbanas accesibles, sino en un conjunto de sectores poblacionales distintos —muchos de ellos rurales— que, sin embargo, tienen percepciones y preferencias bien determinadas.
Por eso, Meléndez agrega: “Una pista la da Santos mismo al declarar: ‘Este es su triunfo, presidente Uribe’. La popularidad del mandatario saliente, que se mantiene aún en niveles altísimos, no sabe de clases ni de sectores urbanos o rurales. Un ejemplo claro es que Mockus no pudo ganar ni siquiera en Bogotá ni Medellín, dos plazas que se creía podían favorecer al Partido Verde dadas las excelentes gestiones de Mockus, Enrique Peñalosa y Lucho Garzón, todos ex alcaldes de la capital colombiana, y de Sergio Fajardo, fórmula vicepresidencial de Mockus, ex alcalde de Medellín y uno de los artífices de la transformación social y educativa de dicha ciudad.”
De nuevo, en este caso, las encuestas resultaron ser más un espejismo que un parámetro referencial y confiable, sobre los resultados electorales.
CASO OAXACA
Hasta hoy, en nuestro entorno, hemos visto cómo las encuestas se banalizan cada día más. Existen, por un lado, galopantes sospechas de que la Coalición Unidos por la Paz y el Progreso de Oaxaca, tiene a su servicio una casa encuestadora que siempre lo ubica como ganador. Pero le ocurre exactamente lo mismo a la Coalición por la Transformación de Oaxaca, con otras empresas competidoras de la primera.
Ambos bloques políticos, pagan amplias inserciones de prensa y anuncios, para dar a conocer las mediciones que, respectivamente, les dan ventaja. Esto busca, en todos los casos, tener más efectos morales y emocionales, que verdaderamente ser referentes sobre el proceso electoral que se desarrolla. Quizá, ya pocos toman en cuenta la utilidad real de las encuestas en este tipo de procesos.
Al final, lo que queda en todo esto es una amarga lección. Hoy, ese instrumento loable pasó a ser uno más de los mecanismos de descalificación y diatriba en los procesos electorales. Ojalá que cada uno de los partidos, con sus respectivas encuestas cuestionadas o irreales, no se estén auto medicando tranquilizantes que luego les resulten contraproducentes.