Marchas en Oaxaca: más concertación y menos regulación

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+ Gobierno y grupos deben dejar atrás demagogia

 

La posibilidad de regular las marchas, es tanto como querer apostar al triunfo de la demagogia. En sí mismas, las manifestaciones públicas son expresión desbordada de cuestiones que antes debieron ser atendidas y resueltas por las vías institucionales. Es decir, que quien sale a manifestarse en la vía pública, lo hace ante la falta de atención, o los vicios que se han creado en su relación con la autoridad. Ante ello, es fundamental preguntarse: ¿Es necesaria la regulación, o la concertación?

En efecto, la visión ingenua o ventajosa, que pretende hacer creer a la sociedad que el solo cambio a las leyes modifica la situación de la sociedad, es la que apunta a que con una regulación legal todo se solucionaría. Por el contrario, una visión más apegada a la realidad, debiera apuntar a lograr una mejor acción de gobierno y concertación política —y también de entendimiento y colaboración de los grupos sociales—, para tratar de terminar, por esa vía, con las manifestaciones que afectan a terceros.

Queda claro que las manifestaciones públicas no surgen por simple generación espontánea. En primer término, éstas son un derecho de la ciudadanía constitucionalmente consagrado que, además, se perfecciona por la falta de atención por parte de la autoridad, a los problemas y asuntos que le plantean los ciudadanos. Idealmente, no debieran existir las marchas porque, se supone, todo debiera también ser resuelto eficazmente y a través de los cauces legales previamente establecidos.

El problema es que, hoy, esto último no se reduce más que a un ideal. La autoridad, en primer término, fue rebasada por completo por un aluvión de problemas sociales y políticos que diariamente atiborran a las instancias encargadas de la administración y la gobernabilidad; pero en esto, también existe una buena dosis de ineptitud y desatención de esos asuntos, que a la larga no han hecho sino multiplicar los vicios, y disminuir las posibilidades de soluciones oportunas y convenientes para el interés general, y no sólo para un grupo en específico.

Hoy nos quejamos de las marchas. Pero no fueron los mismos quejumbrosos de hoy —la sociedad— quien en otros momentos exigió que, independientemente de su contenido y finalidades, fueran atendidas y satisfechas las demandas de quienes protestaban, justamente para terminar con los actos de molestia.

Las consecuencias de ello, hoy están a la vista: muchas de esas manifestaciones son auténticos actos de chantaje o de provocación a la autoridad, que se llevan a cabo directamente en las calles, sin antes pasar por las oficinas gubernamentales, donde se pudieron haber resuelto sin afectar a terceros. Son un vicio porque las mismas torceduras de la autoridad lo fomentaron. Y son un chantaje porque lo que en muchas de esas manifestaciones se busca, no son aspectos relacionados con el interés general, sino beneficios y canonjías para grupos específicos.

Frente a este panorama, cabe de nuevo la pregunta: ¿qué hacer con ello? Para ser eficaz, sin duda la respuesta debe estar apegada a la realidad, y no a las aspiraciones de quienes creen que el solo legalismo es suficiente para cambiar la sociedad.

 

¿REGULAR LAS MARCHAS?

¿Cómo ponerle una regulación legal, a asuntos que en sí mismos rebasaron las esferas legales? Toda marcha o acto de manifestación en la vía pública, visto desde una óptica tajantemente jurídica, en sí misma viola derechos de terceros, y también podría ser constitutiva de delitos. Si la autoridad lo que quiere es hacer valer el Estado de Derecho, lo hará sin cortapisas, sin titubeos, y utilizando las herramientas que le proporcionan las leyes vigentes sin necesidad de ninguna modificación.

¿Por qué la autoridad no evita las marchas o los bloqueos de calles, oficinas públicas y demás? No lo hace porque no quiere; porque considera que hacerlo traería más problemas que beneficios. Y tampoco las regula no porque no quiera, sino porque si ni siquiera puede resolver los problemas que les plantean quienes se manifiestan, menos será capaz de ponerle reglas a sus manifestaciones… y mucho menos conseguirá que los marchantes o inconformes, hagan caso de esas reglas que fueron establecidas para normar la única vía que les queda (la de las calles, que no debiera ser una opción) para ser escuchados.

Por eso, es muy alto el riesgo de que una regulación jurídica de las marchas sea más un acto demagógico, que una respuesta eficaz que termine con los problemas que provocan las manifestaciones. Por eso, en lo que debe pensarse —aunque también sea un idealismo— es en la posibilidad de lograr verdaderos consensos entre quienes acostumbran manifestarse, y establecer también reglas específicas para evitar, por la vía que sea, que las manifestaciones en sí mismas se conviertan en actos de molestia que repercuten en terceros.

El Gobierno del Estado, independientemente de su color partidista, y del grupo que gobierne, debiera tener operadores eficaces y verdaderamente atentos para evitar el desbordamiento de los conflictos. En las circunstancias actuales, eso parece francamente imposible. Y por eso, quienes hoy tienen la tarea de gobernar, padecen los mismos problemas que denunciaban cuando les tocó ser oposición. Es decir, que esto ya no sólo se trata de un asunto de eficiencia de la autoridad en turno, sino que son problemas estructurales que debieran ser remediados a través de formas mucho más amplias que las intentadas hasta hoy.

Suponer lo contrario, equivaldría a seguir abonando la idea de que con el endurecimiento del castigo, la incidencia de la conducta disminuye. Si eso no ocurre en temas tan delicados como el endurecimiento de penas corporales (hoy hasta cadena perpetua) a quienes cometen ciertos delitos, mucho menos va a suceder en temas que no importan consecuencias tan graves, como la penalidad que pudiera contener una ley que regula las marchas.

 

MUCHAS LEYES

Quienes hacen las leyes debieran dejar de pensar en la demagogia, y en los excesos legislativos. No hace falta crear más ordenamientos para un sistema jurídico que sustantivamente es muy competitivo, pero que adjetivamente —es decir, en el ámbito de la aplicación— es simplemente desastroso. Todos debieran preocuparse por hacer valer las leyes vigentes, y cumplir con las obligaciones que se les encomiendan, y dejar de pensar que con actos demagógicos podrán contribuir en algo a tener una mejor sociedad.

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