Los partidos ponen en vilo a la democracia representativa

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+ Paradoja, generada por el reino de partidocracia

 

La crisis generada por la detención-desaparición de los normalistas en Iguala puso en entredicho la eficacia del Estado, pero también en vilo la legitimidad de los partidos políticos, y por ende a la democracia representativa. Este es un signo crítico de retroceso que hoy se ve agravado ante el mutismo y la incapacidad de los institutos políticos por demostrar que están a la altura de las circunstancias. La renuncia al PRD del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas es un signo de ello. Pero no el único.

En efecto, México vivió un quiebre sin retorno a partir del 26 de septiembre. Antes de esa fecha, la partidocracia mexicana en pleno había alcanzado los acuerdos más importantes de las últimas dos décadas, que se tradujo en un conjunto de reformas constitucionales en diversas materias. Hasta ese momento, la partidocracia estaba segura de ser depositaria de la representación nacional. Pero los hechos de Iguala cambiaron las variables de la legitimidad democrática, que hoy en día los partidos políticos por un lado, y el Estado por el otro, se niegan a reconocer y enfrentar.

La situación es excepcionalmente grave. Iguala vino a demostrar, en el campo del Estado, que el Estado de Derecho ha sido una especie de mito genial sobre el que se justificó la cimentación del actual sistema político, aunque en realidad no existe. Esto quedó claro no sólo por la escandalosa subordinación de las autoridades municipales de Iguala y Cocula al crimen organizado, sino también —y sobre todo— por la incapacidad de los otros dos ámbitos de gobierno (el estatal de Guerrero, y el federal) de asumir que las desapariciones constituían una responsabilidad de Estado que debía enfrentarse como tal desde el primer momento.

Este conjunto de circunstancias dinamitó la legitimidad del Estado mismo, que hoy no sabe cómo responder frente a las nuevas condiciones del país, y canalizar las exigencias de justicia que hace la sociedad. Lo más preocupante de todo esto, es que han pasado dos meses desde las detenciones-desapariciones de Iguala, y ni el Estado tiene una respuesta contundente sobre el paradero de los normalistas, ni ha podido ver tampoco que no es a lo inconformes a los que debe hoy combatir, sino a las causas (la impunidad, las injusticias, la desigualdad, etcétera) que provocaron esas protestas.

Si eso es preocupante, lo es todavía más que en ninguno de los tres ámbitos de gobierno exista por lo menos una noción general de qué debe hacerse para recuperar la legitimidad que perdió el Estado por su inacción frente a los crímenes de lesa humanidad ocurridos en Iguala, sino que tampoco haya idea de qué hacer para enfrentar las causas de fondo que provocaron los narcomunicipios y narcoestados que hoy innegablemente existen en el país.

Hasta hoy —y contrario a lo que el Presidente había dicho en meses recientes— la única solución que parece ver el gobierno federal para enfrentar la crisis de Iguala, son los pasos siguientes al proceso de recentralización a los que han sido proclives en otras reformas. Las acciones que pretende tomar para modificar el esquema de las policías municipales, estarían encaminadas a quitar facultades a los ayuntamientos para entregarlas —como siempre— a la federación.

Quién sabe si esto resuelva de fondo el problema de la connivencia de policías y autoridades municipales con delincuentes. Pero lo que sí se puede prever es que esto no le dará legitimidad a un Estado que hoy enfrenta un profundo descrédito frente a la sociedad mexicana, y particularmente frente a las generaciones más jóvenes, que no ven ningún punto de coincidencia entre un quehacer público plagado de vicios, errores y cuestionamientos, y un sector poblacional que no sólo es ajeno a esas prácticas —incluso hasta puede ser víctima de ellas— sino que espera algo distinto de su gobierno.

 

LEGITIMIDAD EN CRISIS

La crisis de los normalistas puso también en un grave cuestionamiento a los partidos políticos. Las tres principales fuerzas políticas creían, hasta antes de Iguala, que podían gobernar el país como plenos depositarios de la representación popular, sin ningún contrapeso. Con esa suficiencia hicieron las reformas estructurales que emanaron del Pacto por México. Pero los normalistas vinieron a decirles que la partidocracia tenía que comenzar a segmentarse para tomar en cuenta de un modo distinto a la ciudadanía. Y entonces el problema para los partidos se centró no en lo que ya habían hecho, sino en lo que tendrían que hacer para enfrentar la crisis. Y ahí han fallado gravemente.

El PRI, por ejemplo, no ha alcanzado a articular una defensa creíble del gobierno federal emanado de su partido. Su dirigencia nacional —y eso se ha replicado en sus órganos de dirección estatales y municipales— no ha podido o querido dar la cara por el Presidente, y tampoco ha sido capaz de hacer otra cosa que no sea repetir el mismo discurso político, y las excusas, que nadie cree. Nadie en ese partido ha sido capaz de la autocrítica y tampoco de impulsar propuestas para reformar al poder o a las instituciones del Estado. Su respuesta —y lo mismo ha hecho el PAN— ha sido el silencio total desde hace más de sesenta días.

El caso del PRD es todavía peor. Ahí, sus élites continúan aferradas a la determinación de sostenerse en sus cargos al precio que sea. Han asumido discretamente la responsabilidad que implica el haber impulsado a gente como José Luis Abarca o el defenestrado gobernador Ángel Aguirre; pero por encima de todo están dispuestos a no perder la parcela de poder que hoy tienen en el sistema de partidos. Tampoco han propuesto nada para reformar al perredismo o para garantizar a la ciudadanía que de verdad su vocación es democrática.

Lo más grave es que el ingeniero Cárdenas sostuvo con su dirigencia un diálogo de sordos —literalmente—, en el que renunció para sostener su congruencia, pero poco o nada le importó la crisis de la izquierda —la que dice que ha abanderado por décadas— porque sólo se fue pero tampoco propuso una sola medida para defenderla.

 

LA CRISIS ES DE TODOS

Así, lo que queda claro es que es la democracia representativa —esa forma en la que los ciudadanos delegan su voluntad en partidos políticos para que los representen ante los poderes del Estado— quien pasa por su más profunda crisis en años. Esa crisis no es nueva. Pero si ya de por sí la partidocracia socavaba lentamente la identidad entre los ciudadanos y los partidos, Iguala vino a extirpar cualquier vaso comunicante entre ellos, y a generar una situación de incertidumbre política sin precedentes en los últimos tiempos.

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