+ Conflictos que no eran suyos, absorbidos por una mala estrategia
Aunque a muchos sorprende la baja aprobación del Presidente luego de dos años y cuatro meses de gobierno, por la propia salud de la democracia en México esto debiera ser un aliciente para un mejor gobierno. Hasta hoy, si una gran lección han dejado esos bajos índices de aprobación (apenas el 47 por ciento de la opinión ciudadana ve favorablemente la gestión presidencial, según una encuesta del diario Reforma) es que el gobierno federal pierde por su incapacidad de leer claramente los mensajes mediáticos que han traído aparejados ciertos acontecimientos; pero la expectativa —por el bien del país— debiera apuntar a que el gobierno corrija el rumbo.
En efecto, si hacemos memoria habremos de ver que apenas hace un año el Presidente estaba en la cúspide de eso que algunos llamaron “el momento mexicano”, que más bien parecía “el momento de Peña Nieto”. Ya para el cuarto mes del 2014, el presidente Enrique Peña Nieto había logrado afianzar las más importantes reformas planteadas en el marco del Pacto por México, y el mundo aplaudía la capacidad conciliadora, integradora y ejecutiva del Presidente mexicano para ocupar su capital político a favor en la creación de consensos con las fuerzas de oposición, y lograr las reformas estructurales que dos décadas estuvieron atoradas en México.
Acaso, la única duda que existía era si el Estado mexicano iba a tener capacidad institucional plena para la implementación de las nuevas reglas en temas como el energético y petrolero, o de la reforma en telecomunicaciones. Pero en aquel entonces nadie hablaba de corrupción, de conflicto de interés, de ineficiencia en la gestión pública, de fracaso económico y mucho menos de posible responsabilidad en la comisión de delitos de lesa humanidad, como la desaparición forzada de personas. De hecho, el llamado “momento mexicano” todavía estaba vigente en septiembre pasado, y la aprobación presidencial estaba muy por encima de la actual. ¿Qué ocurrió entonces?
Que las cosas parecieron descomponérsele al Presidente a raíz del caso Iguala, en donde el gobierno federal le quiso dar tratamiento de un asunto menor, a una cuestión que desde el primer momento se vio como de primera importancia en México y en el mundo. Los once días que el Presidente evitó referirse directamente al tema, y únicamente lo refirió en un par de ocasiones como un asunto que debía dirimirse entre los guerrerenses, fueron proporcionales al nivel de indignación que esto generó entre la ciudadanía, y al tamaño de los argumentos que —válidos o no— comenzaron a esgrimir las fuerzas de oposición en su contra, primero por las omisiones, y después respecto a que el presidente Peña Nieto era directamente responsable de la desaparición de los normalistas.
Luego, frente al desatino no corregido —por el que el Presidente pagó un costo altísimo— vino la revelación de la llamada “casa blanca” de la esposa del Presidente. Mientras la comitiva presidencial viajaba a China, diversos medios dieron a conocer que Angélica Rivera poseía una mansión valuada en más de 80 millones de pesos. Si eso ya parecía grave, lo era mucho más que la propiedad hubiese sido vendida por uno de los contratistas que más obras y licitaciones ganó en el Estado de México cuando Peña Nieto era Gobernador, y que recientemente había ganado —en un marco de poca claridad— la licitación para la construcción del tren rápido México-Querétaro, en una alianza —también extraña, por el hecho de que un gigante asiático se aliara con una empresa mexicana que proporcionalmente era microscópica frente a él— con China Railways.
CREDIBILIDAD MINADA
Esos acontecimientos, sumados a otros que determinaron la precipitación del Presidente, terminaron siendo dinamita para su credibilidad y percepción frente a la ciudadanía. Pareció que el presidente Peña Nieto no terminó nunca de entender que particularmente los hechos de Iguala marcaron un antes y después en la sociedad mexicana, que como nunca exigía que los cambios exigidos permearan en la forma en que el gobierno entendía y procesaba la crisis, y diera luces de esos cambios a profundidad.
No ocurrió. En noviembre el Presidente lanzó un decálogo de acciones que no dejó satisfecho a nadie, porque parecía tratar de continuar evadiendo los temas de fondo, que eran los relacionados con la desconfianza ciudadana, y la exigencia de claridad en ciertos procesos. El gobierno federal, sin embargo, se perdió en sus propuestas pero sin tener la capacidad de clarificar sus intenciones y por apostarle a la posibilidad de “marear” a la ciudadanía sin ofrecer, además, una intención seria y profunda de cambio.
Todo eso se agravó ante los visos de nulo crecimiento. Hace un año, por ejemplo, nadie se hubiera imaginado que un Premio Nobel dijera que “que el crecimiento económico mexicano es, hasta ahora, decepcionante” a pesar de 30 años de reformas en el país”. Eso, sin embargo, lo dijo Paul Krugman la semana pasada frente a empresarios mexicanos, y el propio Presidente, y de cara a la realidad que apunta a que México continúa teniendo un déficit enorme de desarrollo que no se explica en las reformas o en la estabilidad nacional, pero que sí tiene que ver con la desconfianza internacional que hay en contra del grupo que gobierna, el cual refleja improvisación e incapacidad, y no lo que se intentó mostrar al principio como eficiencia y capacidad de acuerdos.
¿Qué ha pasado? Que el Presidente y el gobierno decidieron no cambiar. No lo demostraron en los momentos determinantes —cuando se hizo la propuesta del nuevo Ministro de la Suprema Corte, o cuando se nombró a un fiscal anticorrupción, que siendo subordinado del Presidente se supone que va a indagar el conflicto de interés en el que incurrió su propio jefe— y cada vez se ve más lejos que puedan hacerlo. Por eso el costo que pagan es cada vez mayor. Y por eso no sorprende nada que hoy el gobierno federal, a sólo dos años de iniciado el gobierno, ya tenga en contra a más de la mitad de la población reflejada en encuestas.
VOTO DE CASTIGO
Ayer trascendía la determinación de algunos sectores del perredismo en el Istmo de Tehuantepec, que habían resuelto dar voto de castigo al candidato de ese partido en el distrito de Tehuantepec. ¿Será que sí va en serio el enojo de Félix Serrano Toledo? Está estirando demasiado la liga con sus propios aliados. Después, fructifiquen sus negociaciones, no va a haber forma congruente de que se desdiga …