+ Paradoja: Tener pluralidad… que no nos llevó a nada
Hay quienes aseguran que buena parte de la inmovilidad institucional que existe desde hace una década en el país, tiene que ver con el planteamiento constitucional actual de la pluralidad política. En 1997 el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados, y lo más cerca que ha estado de recuperarla, es en la actual Legislatura federal, en la que tiene 237 diputados. El problema es que en todo ese periodo, ninguna fuerza política ha conseguido esa ansiada mayoría absoluta en las cámaras federales, y a la distancia ese ha sido uno de los problemas principales de nuestra democracia, que aunque funcional y relativamente confiable, sigue siendo incapaz de generar las mayorías y los acuerdos que puedan dejar satisfecha a la ciudadanía.
En efecto, tendríamos que comenzar por preguntarnos cuál es la razón de esta pluralidad inerte. Y resulta que, como antecedente, debemos recordar que en 1997 el gobierno federal era priista, y las fuerzas de oposición tomaron el control de la Cámara de Diputados, oponiéndose por primera vez a algunas decisiones trascendentales del Presidente de la República que, en otro momento, se habrían convertido en ley gracias a su mayoría de legisladores. En 2000, el gobierno federal pasó a manos del PAN, pero éste no tuvo la posibilidad ni de interactuar estratégicamente con el Congreso, y tampoco de conseguir la mayoría de diputados y senadores, como para poder consolidar más rápidamente el proyecto democrático —si es que existía— del foxismo.
Esa pluralidad ha sido constante desde entonces, como también lo ha sido la falta de acuerdos. Esto ha sido, en buena medida, gracias no sólo a las torpezas del Presidente en turno, sino también a la visión que en su momento tanto criticó el PRI al gobierno federal, pero de la que también se ha valido. Los tricolores, como en otro momento los perredistas, se dedicaron a anteponer en el Congreso, el interés de sus grupos, al nacional. Por eso, más allá de las discusiones de corto plazo, hoy podemos ver que México no ha resuelto (del modo que sea) la gran mayoría de sus problemas de fondo, y mucho menos ha logrado una efectiva transición democrática que logre pasar de las llamadas “reformas estructurales” al cambio del modelo con el que se ejerce la democracia.
Esa pluralidad que no tiene derroteros claros sigue revelando facetas que hasta ahora eran desconocidas. De hecho, como lo dice la doctora Jacqueline Peschard (http://eluni.mx/1koKdJ8), el rasgo distintivo de las elecciones de 2015 fue la dispersión del voto que derivó en la disminución de la fuerza de los tres principales partidos políticos (PRI, PAN y PRD) que ahora apenas concentran 60% de los votos, así como en el crecimiento del número de partidos con registro, de siete a nueve. Es cierto que el PT recuperó su registro, gracias a la sentencia del Tribunal Electoral que permitió que su votación no considerara sólo las elecciones ordinarias, como dice la Ley General Electoral, sino que también sumara los votos de las extraordinarias en un distrito de Aguascalientes, pero al final el sistema de partidos quedó compuesto por sólo dos partidos con 20% o más de los votos, con tres partidos medianos (entre 7% y 11% de los votos) y cuatro partidos pequeños.
Además, la presencia de candidatos independientes tanto en las elecciones federales de medio periodo, como en las locales de 17 entidades federativas, ahondaron la dispersión de la oferta política. De cara a la elección de 2018, este fenómeno puede llevar a que se gane la Presidencia con menos de 30% de los votos, o sea, con una reducida legitimidad de origen.
PENSAR EN LA SEGUNDA VUELTA
La segunda vuelta —que en algunos países como argentina es conocida como “balotaje”— es el mecanismo que en un sistema presidencial con multipartidismo, permite que el Presidente gane con una mayoría absoluta. La gran ventaja es que en la primera ronda pueden participar todos los contendientes, mientras que en la segunda, sólo compiten los dos punteros y el ganador tendrá una legitimidad reforzada. La gran limitante de esta fórmula es que no garantiza que el partido del Presidente cuente con mayoría en el Congreso para facilitar el despliegue de sus políticas públicas.
En ese sentido, la doctora Peschard afirma que algunas experiencias recientes muestran cómo las segundas vueltas pueden producir muy diferentes resultados, dependiendo de la reacción de los aparatos partidarios. Así, en las elecciones presidenciales de 2015 de Guatemala, tanto la primera como la segunda vueltas favorecieron a Jimmy Morales, un candidato proveniente del mundo del espectáculo, cuyo partido apenas tiene 7% de los escaños en el Congreso. Ganó el voto de protesta en contra de los partidos tradicionales, pero la dificultad para ejercer el gobierno está presente.
En las recientes elecciones argentinas, la segunda vuelta significó un vuelco, porque ganó el candidato del segundo lugar en la primera vuelta. Sin embargo, el partido liberal del nuevo presidente Mauricio Macri sólo tiene minoría en el Congreso, lo cual lo obligará a negociar con las fuerzas opositoras. El escudo de una presidencia con mayoría absoluta no resuelve el problema del gobierno dividido.
No obstante esos resultados aparentemente contradictorios, democráticamente hablando, es evidente que algo que resulta muy necesario es que el poder se ejerza con legitimidad. Pues a pesar de que el presidente Enrique Peña Nieto ganó con una mayoría relativamente holgada, también lo es que su gobierno debe enfrentarse —como en su momento lo hizo el de Felipe Calderón— a un cuestionamiento de fondo relacionado con su falta de legitimidad y con la existencia de una oposición que cuando menos duplica el porcentaje de votos —y de preferencias— con las que éste llegó al gobierno.
MECANISMO POSIBLE
Al final, no se trata de decir que el sistema electoral simplemente no sirve, sino de encontrar salidas alternas. Con todos sus cuestionamientos posibles, es evidente que la segunda vuelta pudiera ser un mecanismo posible para reforzar esa legitimidad que está perdida y quizá hasta para darle cierto cauce a la pluralidad que, según sus resultados, tampoco ha servido para mucho, porque los desencuentros entre partidos —y el poco respaldo ciudadano a los acuerdos que éstos alcanzan— siguen siendo por mucho superiores a lo que se puede decir de nuestra democracia no como un mecanismo para ganar elecciones, sino para dar certidumbre a la población a partir de su sistema electivo.