Una de las más importantes manifestaciones del espejismo que resulta ser la supuesta “ciudadanización” de los órganos del Estado, se encuentra en el hecho de que el propio Estado es el primero que intenta colonizar los espacios de vigilancia o control que se supone que le cede a la ciudadanía. Esto ha ocurrido en reiteradas ocasiones desde el surgimiento de los órganos constitucionalmente autónomos, y es una historia que se repite prácticamente en esos mismos términos ante la inminente entrada en operación del Sistema Nacional Anticorrupción, y sus correspondientes sistemas locales.
En efecto, la historia de los órganos constitucionalmente autónomos en México está llena de claroscuros. Desde su aparición en la Constitución de la República, esos órganos fueron reconocidos como uno de los más modernos contrapesos a la composición tradicional de la división de poderes. Al no estar sujetos orgánicamente a ninguno de los tres poderes del Estado, se suponía que esos órganos serían un punto de equilibrio y constituirían un freno a la actividad del Estado, que generaba desconfianza y poca credibilidad entre la ciudadanía. Esa fue, de hecho, la razón de su surgimiento. Y se suponía que por eso esos órganos debían ser ajenos a las estructuras gubernamentales tradicionales e integrados por ciudadanos comprometidos con causas que no fueran las de los partidos o los grupos políticos.
El problema es que eso último, o fue ocurriendo de manera muy gradual, o definitivamente no pasó. En el ámbito federal, la presión y la observación ciudadana estricta, fueron generando un ambiente en el que cada vez ha sido más difícil que los grupos políticos se lograran apoderar de los espacios autónomos. Aún así, prácticamente en cada nombramiento del titular de alguno de los órganos autónomos, los grupos parlamentarios en el Congreso, o los partidos directamente, llevan a cabo intensas negociaciones para lograr decisiones de consenso que —aunque sea parcialmente— cumplan con su interés de que sea una persona afín a ellos.
El problema es que, en las entidades federativas, ese ha sido un proceso mucho más precario. La excesiva concentración de poder en los gobernadores, y las concesiones que éste le da al Congreso para negociar intereses, han generado que los órganos constitucionalmente autónomos hayan sido un verdadero espejismo de ciudadanización.
¿Por qué? Porque en muchos de los casos, cuando se crearon esos órganos no subordinados directamente a los poderes del Estado, los gobernadores establecieron que su aportación democrática se limitaría a la creación del órgano, pero que a otros —en el futuro— les tocaría la misión de procurar la verdadera democratización de dichos órganos. Así nacieron y crecieron los órganos autónomos —con una autonomía muy a medias— en la mayoría de las entidades del país, y ese ha sido un verdadero obstáculo para el avance democrático en los controles, la vigilancia y la rendición de cuentas, así como de la verdadera ciudadanización de esos espacios.
Todo esto, de hecho, cobra particular relevancia ante dos hechos incontrovertibles: el primero, que hoy en día la sociedad mexicana reclama denodadamente que el poder público dé los pasos siguientes para la verdadera ciudadanización de los órganos constitucionalmente autónomos —frente a la resistencia casi total del poder público para soltar los controles fácticos que aún ejerce en esos espacios—; y segundo, que la puesta en marcha del Sistema Nacional Anticorrupción, nos recuerda la existencia de ese “fantasma” o espejismo de la ciudadanización de los espacios públicos.
No nos podemos dar el lujo de seguir repitiendo ese patrón ominoso que sólo provoca un profundo engaño colectivo e inutiliza los esfuerzos para transparentar y limpiar de corrupción las tareas del Estado.
ÓRGANOS COLONIZADOS
La colonización de los órganos constitucionalmente autónomos, y el espejismo de la ciudadanización, permea a todos los niveles ante el reto que significa la conformación del Sistema Nacional Anticorrupción y esos mismos sistemas en las entidades federativas. Por eso el Auditor Superior de la Federación, Juan Manuel Portal ha lanzado importantes llamados para no permitir que los Sistemas Locales Anticorrupción (SLA) queden capturados por intereses de grupo ajenos a los objetivos que se persiguen.
Portal dijo, por ejemplo, que en algunas entidades se han introducido cambios a la conformación del sistema que no corresponden con el diseño que se ha seguido a nivel nacional. “Más aún, en algunos casos, se han pretendido implementar estructuras paralelas a los canales oficiales bajo el supuesto de que la ciudadanización del sistema pasa por dotar a estas instancias de atribuciones similares a las de las instituciones gubernamentales. Debemos, por esta razón, estar en guardia para que el Sistema Nacional Anticorrupción no se vea sujeto a ese tipo de presiones, que en último término mermen su credibilidad o lleguen en casos extremos a cooptar su actuación a favor de intereses personales o de grupo”, señaló.
En esa misma lógica, Mauricio Merino, investigador del Centro de Investigación y Docencias Económicas (CIDE), dijo que se debe evitar que los órganos autónomos del Estado que han sido creados, no sean capturados por el poder político. “Las prácticas autoritarias, la opacidad y la corrupción siguen presentes en el corazón mismo del régimen político. Y ese círculo externo, formado por órganos autónomos y sistemas nacionales está hoy amenazado por esas prácticas del corazón mismo del régimen, que se heredan a su vez del pasado autoritario”, dijo.
En México, queda claro, nadie ha sido ajeno a ello. Al contrario: lo que hemos visto son reiteradas historias de órganos colonizados y de ciudadanización sólo aparente. Ese esquema, aunque insostenible, ha sido una expresión más de la gradualidad con la que se ha ido abriendo la democracia mexicana a nuevas formas y manifestaciones.
Sin embargo, queda claro que si ya de por sí el Sistema Nacional Anticorrupción representa una respuesta al profundo enojo ciudadano por el flagelo de la corrupción, en ese contexto la ciudadanización real se vuelve una condición indispensable para la credibilidad y legitimidad del órgano, aunque en esa misma proporción es la tentación, y serán los intentos, del poder público porque haya una ciudadanización gradual, parcial o simulada, para que de ese modo puedan garantizar los intereses que seguro intentarán proteger.
AUTONOMÍA REAL
Por eso es indispensable empujar la necesidad de órganos verdaderamente autónomos, que cumplan con los parámetros constitucionales y que no estén subordinados al poder, sino que sean un contrapeso de éste. Es algo complejo pero posible, siempre que la ciudadanía no se vuelva a resignar a las simulaciones y concesiones parciales que han ocurrido hasta ahora.