El pasado 30 de octubre, al tomar posesión de su cargo como presidente Municipal de San Pedro Garza García, Nuevo León, Mauricio Fernández Garza prometió a sus ciudadanos que cumpliría cabalmente con las promesas de brindar seguridad que había hecho como candidato.
En su intervención hizo particular mención de dos hechos que particularmente cimbraron al país: la primera, que estaría dispuesto a sobrepasar sus facultades constitucionales y legales para cumplir con su cometido (creando lo que denominó como “grupos rudos de limpieza” y otros de inteligencia); y la segunda, el anuncio del asesinato —presuntamente ocurrido esa misma mañana, de un secuestrador que desde hacía meses tenía asolada a la población de esa demarcación.
Mauricio Fernández Garza, con sus declaraciones, promesas y demostraciones inexplicables —e ilegales— de fuerza, no hizo más que revivir una discusión que debería ser de toda la actualidad en el país: el papel que juegan las entidades federativas y los municipios en el combate al crimen organizado y la delincuencia común que azota al país. Es paradójico y sorprendente, pero es un tema que, hasta hace un par de semanas, a nadie parecía interesar en México.
¿Por qué debería ser una discusión actual e intensa? Porque la desatención federal a los dos mil 440 municipios que existen en el país, ha estimulado enormemente la multiplicación de la delincuencia en todas sus vertientes.
Porque “promesas” como las del edil Fernández Garza no parecen ser más que una de tantas muestras del hartazgo ciudadano que se traduce en acciones igualmente irracionales, ilegales y riesgosas para la misma población que la delincuencia. Y porque finalmente, a la mayoría de los mexicanos, el caso de Garza García pareció interesarles más por el morbo que por el fondo que verdaderamente tiene este asunto.
Sobre todo, si México fuera un país distinto, la actuación de un personaje como el aludido habría sido suficiente para generar un fuerte cuestionamiento institucional sobre el papel del Estado y las funciones básicas que debe cumplir a la población. Eso, cierto, podría pasar en otro país. Cualquiera. Pero curiosamente no en México.
¿EDIL HUÉRFANO?
Las aseveraciones de Fernández Garza acapararon rápidamente la atención de la opinión pública, por al menos tres razones. La primera, porque fue el primer gobernante en México que se atrevió a asegurar que estaría dispuesto a sobrepasar sus atribuciones para combatir la inseguridad; segunda, porque en su toma de protesta anunció la creación de grupos de limpieza y de inteligencia para, en sus propias palabras, colaborar con el gobierno federal en la lucha anticrimen; y tercera y principal, porque estableció por lo menos cinco horas antes que cualquier autoridad, que el ahora famoso “Negro” Saldaña, un secuestrador de su municipio, había amanecido asesinado en la Ciudad de México.
Cualquiera de esas aseveraciones era grave por sí misma. Al verterse juntas se convirtieron en un cóctel explosivo. ¿Cómo tolerar, en los tres niveles de gobierno, que un Edil no sólo estuviera dispuesto a violar la ley, sino que lo anunciara? ¿Cómo permitir que se utilizaran recursos públicos o privados para la posible constitución de grupos violentos al servicio de un individuo que ostenta un cargo de elección popular? ¿Cómo se enteró Fernández Garza, antes que cualquier autoridad, del asesinato de un grupo de individuos, ocurrido a más de mil kilómetros de distancia?
Lo más grave, sin embargo, es que hasta ahora sólo se ha simulado y arrinconado el tema de fondo: ¿Cómo evitar, desde el gobierno federal, que esas cosas ocurran? Y, sobre todo, ¿por qué nadie detuvo al locuaz edil Fernández? El gobierno federal, a través de la Secretaría de Gobernación, se tardó cinco días en emitir un posicionamiento respecto a los hechos que involucraban al Munícipe sanpetrino. El gobierno de Nuevo León sólo alcanzó a limitarse. La Procuraduría General de la República llamó a declarar a Fernández para que revelara el modo en cómo se enteró del crimen antes que la autoridad. Y ya.
¿Ahí debe terminar una discusión tan apremiante como la de la seguridad en los municipios? Para el gobierno federal, sí. Nosotros creemos lo contrario.
CUNA DE LA INSEGURIDAD
Desde el inicio de su gestión al frente del gobierno federal, el presidente Felipe Calderón prometió llevar a cabo una lucha frontal en contra de la inseguridad. Para ello decidió emplear a las fuerzas armadas y a la Policía Federal Preventiva. Tomó grandes cantidades de recursos económicos y todas las atribuciones a su alcance, para reorganizar a las fuerzas federales y emprender una lucha que entonces no sabía si podría o no ganar.
Han pasado casi tres años desde entonces, y nadie puede asegurar que los resultados sean hoy por lo menos satisfactorios. Ninguno de los índices reales de inseguridad ha disminuido. Todos los días se siguen cometiendo todo tipo de delitos del orden común y federal. Éstos van desde el trasiego de drogas, personas y objetos prohibidos, el tráfico de armas, el secuestro, homicidios, violaciones y delincuencia más “común” como los robos y asaltos.
Uno de los problemas más graves, en todo esto, es que tres años después es evidente que el gobierno federal comenzó al revés: tomó todas las atribuciones para sí, pero dejó descobijados de facultades y dinero a las extensiones territoriales donde justamente ocurre la delincuencia: las entidades federativas y los municipios.
En efecto, el gobierno federal se ha quejado amargamente porque las entidades federativas y los municipios no han emprendido una lucha pareja con el gobierno federal en contra de la delincuencia organizada. Razones hay de sobra: desde las evidentes explicaciones relacionadas con las complicidades que teje el poder político con el dinero mal habido, hasta el evidente estado de indefensión en que se encuentran miles de municipios, y muchos gobiernos estatales, para hacer frente a la delincuencia con sus propias herramientas y armamento.
El problema es más grave de lo que parece.
MUNICIPIOS OLVIDADOS
La explicación es sencilla: mientras el gobierno federal está dispuesto a gastar unos 35 mil millones de pesos en la manutención de las fuerzas federales, a las entidades federativas se les imponen condiciones poco equitativas para el acceso a recursos; los municipios —que son la base territorial del país— tienen una participación meramente simbólica del presupuesto destinado a seguridad. Veamos claramente por qué.
Existen en el país, poco más de dos mil policías municipales. La gran mayoría de esas corporaciones no cuenta ni con el armamento ni con la preparación ni el nivel de confiabilidad mínimo, como para poder garantizar que puede combatir eficazmente la inseguridad en sus respectivas demarcaciones. En su mayoría, las corporaciones cuentan con pocos agentes, mal pagados e impreparados. Esas policías son costeadas con recursos de las demarcaciones. Así, sus posibilidades de evolución son mínimas.
Para, según, atender este problema, el gobierno federal creó un fondo de atención a la seguridad pública municipal, al que destina anualmente unos 4 mil millones de pesos, pero al que sólo tienen acceso los 100 municipios más poblados del país. La explicación oficial, es que esas cien demarcaciones son las que albergan a la mayoría de la población, y que esos recursos son suficientes para equipar y sostener a las corporaciones municipales. Nadie sabe bien a bien si 100 es un número arbitrario, políticamente correcto o verdaderamente obtenido de un estudio sistemático de la seguridad en las municipalidades.
El problema es que los municipios que sí tienen acceso a esos recursos, sólo pueden lograrlo luego de cumplir con intrincadas reglas de operación que no contribuyen a agilizar las operaciones. Mientras todo esto ocurre, en los municipios es donde se comete y se guarece la gran mayoría de las bandas delincuenciales del país. No podrían, evidentemente, esconder en otro lado: no existe en el país, territorio ajeno, se supone, a la potestad y la vigilancia del Estado.
FENÓMENO NOCIVO
La reacción del edil Fernández podría ser comprensible, pero nunca tolerable. Su intención se traduce claramente en tomar la justicia en sus manos, lo cual es ilegal e inaceptable. Pero el problema no es sólo de él: es también del gobierno federal, porque este es un reflejo del fracaso de sus estrategias de lucha contra la inseguridad. Hay, por todos lados, ciudadanos hartos de tanta violencia e inseguridad que están dispuestos a financiar a grupos que exterminen a la delincuencia. Sólo que ese remedio equivale a cortarle una de sus cabezas a la hidra, para que luego le surjan otras nuevas y multiplicadas.
La inseguridad en los municipios refleja un problema grave del federalismo mexicano que nunca ha funcionado. Esas demarcaciones, en todo el país, son ineficientes, dependientes y poco confiables. Los gobiernos estatales hacen poco por los municipios. Y el gobierno federal no mete las manos porque desconfía de unos y otros, en la medida de que todos se rehúsan a cumplir con sus deberes no sólo de atención sino también de vigilancia, confiabilidad y transparencia.
Esto es que, al final, la inseguridad parte de los municipios y finalmente a ellos regresa. Un círculo vicioso a todas luces inaceptable.