Ayotzinapa: la pregunta es ¿qué sigue?

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Protestar, sí; pero urge dar cauce a indignación

La noche del sábado un grupo de personas que se manifestaban en la Ciudad de México por la detención-desaparición de los 43 normalistas en Iguala, fueron a tratar de incendiar la puerta principal de Palacio Nacional. Aunque este pudiera ser un acto justificable en la indignación de los manifestantes, de todos modos queda una pregunta: ¿Qué sigue después de la indignación?
En efecto, la pregunta no es cosa menor, porque en uno de los extremos a muy pocos parece quedarles clara la razón por la que el Estado es responsable por la detención-desaparición de los normalistas; y sobre todo, no parecen tener una sola luz sobre cuál es el flagelo de fondo que hay que tratar de combatir, así como los ajustes que necesita con urgencia el Estado para garantizar que nada de esto vuelva a ocurrir. Si no hay claridad en todo esto, entonces la puerta está abierta para una protesta ruidosa pero estéril, y para que ésta sea una nueva oportunidad perdida para México.
Y es que resulta que muy pocos parecen entender la base de este problema, del que Iguala sólo fue el detonador. Lo crítico que enfrenta nuestro país es que el Estado de Derecho no existe, y como hay en todos los rincones del país gente tan poderosa en sus localidades que cree que puede hacer lo que sea sin ninguna consecuencia, entonces frente a lo que estamos es a la pérdida total de la noción de los límites que existen entre el poder fáctico y lo que indigna a toda una sociedad.
La razón es elocuente: el viernes la PGR informó que tiene indicios suficientes para suponer que, en efecto, el edil de Iguala, José Luis Abarca Velásquez dio la orden, la noche del 26 de septiembre, de que la Policía Municipal contuviera a los normalistas; que luego éstos elementos los entregaron a un grupo criminal, que creyendo que eran integrantes de sus grupos enemigos, los llevaron hasta un basurero y los mataron, para luego quemar sus cuerpos y llevar los restos humanos hasta un río donde fueron arrojados, con tal de no dejar ningún tipo de rastro de lo ocurrido.
¿Qué revela esa macabra historia? Que, por un lado, Abarca creyó que como tenía la doble calidad de autoridad municipal y capo criminal en Iguala, podía hacer lo que quisiera sin ninguna consecuencia. Junto a eso, los elementos de la Policía Municipal asumieron también que lo único que importaba era la autoridad de su jefe, y que no había más. Es decir, no había ley, ni derechos, ni delitos, ni crímenes de lesa humanidad, ni nada. Sólo era cuestión de cumplir, y ya. Y qué decir de los criminales, que siempre asumen que hacer lo necesario en el momento es lo único que importa, porque de todos modos viven y actúan todo el tiempo al margen de la ley.
¿Cuál es el leitmotiv de esa historia? Que todos hicieron lo que ya sabemos, por una ausencia total de la noción del Estado de Derecho. Que, quizá, habían hecho eso mismo en innumerables ocasiones, y como nunca hubo nadie que protestara, que se indignara, o los señalara por esos abominables abusos, creían que podían repetir esas acciones una y otra vez sin ninguna consecuencia.
Todo eso, es cierto, es lo que les provocó la persecución y las consecuencias que están viviendo los que ya están detenidos, y los que siguen siendo buscados por la justicia. Pero para el Estado mexicano mismo, hay otras consecuencias que también están siendo pagadas a un costo altísimo pero apenas razonable, por haber relajado a tal nivel la aplicación de la ley y por haber sido omiso, y tolerado, la existencia de autoridades ligadas a la criminalidad, que se sentían omnipotentes, y que por eso fueron capaces de desplegar tales conductas como las vistas en Iguala.
Ese es el primer aspecto sobre el que se debiera reflexionar y entender más, antes que quedarse en los discursos ruidosos y simplistas que tratan de responsabilizar a un solo político o a un solo funcionario, por un conjunto de hechos que son consecuencia de toda una crisis institucional que no se gestó ayer, ni hace un año, pero que frente a estos hechos debe ser atendida para evitar que este grado ignominioso de impunidad se perpetúe.

¿Y QUÉ SIGUE?
Esa debiera ser la siguiente pregunta: ¿Qué sigue? Porque a todos nos queda claro que no queremos otro Ayotzinapa, ni otro Tlatlaya, ni tantísimos otros episodios en los que quienes ponen la sangre y los muertos es la población, y quienes se benefician de los excesos y de la impunidad, son quienes ordenan o ejecutan esas acciones.
La indignación se entiende a partir de esos antecedentes. Sin embargo, ni eso significa que haya una justificación en la violencia, ni mucho menos podemos creer que todo se acabará en marchar y protestar sin tener claro qué se debe hacer para cerrarle la puerta definitivamente a que este tipo de acciones pudiera volver a repetirse.
Pues debe ser momento de tomar otras acciones. Es decir, que todos los que se asumen como indignados, tengan la capacidad de centrar qué es lo que les indigna, y cómo puede remediarse. En pasos. En planes y programas concretos de trabajo. En cambios institucionales. En reformas a las leyes que sean necesarias. En reestructuración de mecanismos de justicia. En la refundación moral de los órdenes de gobierno. En la vigilancia estricta y —ahora sí— real del ejercicio público. Etcétera.
Y es que sólo así la indignación tendría un cauce adecuado, y podría servir como un sello que cancele definitivamente toda posibilidad de que este tipo de acciones pudiera volver a repetirse. Pues lamentablemente, hoy mucha gente sólo corea las frases vacías que exigen que se vaya Peña Nieto o el Procurador, o que responsabilizan al Estado, sin reparar en que hoy en día esas acciones ni implicarían justicia de verdad ni contribuirían a resolver los problemas que tiene el país.
El Presidente y sus funcionarios deben enfrentar los costos de lo que no ha hecho. Pero es responsabilidad de la sociedad mexicana exigir que esos cambios tengan una dirección y generen la certidumbre necesaria de que algo se está haciendo para no volver a tener otro Ayotzinapa pero, sobre todo, para no volver nunca a un país ahogado de impunidad como en el que hoy vivimos los mexicanos.

EMPODERAMIENTO CIUDADANO
Hoy todos los partidos están sumidos en la misma brea de cuestionamientos y corrupción. ¿Con quién debe pactar el Presidente los cambios para combatir la corrupción y la impunidad? ¿Con ellos, o con la sociedad mexicana? debemos seguir, sí, indignados. Pero esa indignación debe tener un cauce. Si no, nosotros mismos terminaremos echando nuestros muertos a la basura.

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