¿Es el momento de cambiar la forma de los debates?

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+ Primer ejercicio fue insuficiente para la ciudadanía


Teniendo a la vista los resultados del primer debate entre candidatos a la gubernatura en Oaxaca, debiera ser momento de empujar la necesidad de un cambio profundo al tipo de debates que se realizan en las campañas electorales. Si bien este primer ejercicio sirvió para que los aspirantes a la gubernatura estuvieran cara a cara, el debate en realidad quedó mucho a deber en diversos aspectos. De hecho, no hubo ninguna deliberación, ni propuestas específicas ni intercambio político. Sobre esa base debiera pensarse en una nueva forma de debate.

En efecto, el viernes pasado el Instituto Estatal Electoral y de Participación Ciudadana de Oaxaca, llevó a cabo el primero de dos debates entre los aspirantes a la gubernatura. Había una gran expectativa porque históricamente los debates entre políticos en México han sido escenario más de morbo que de propuestas, y porque de alguna manera son el espacio en donde se materializa el hambre de show y escarnio que casi por naturaleza tenemos las personas frente a quienes aspiran a gobernarnos. El problema es que, en este caso, dicho escenario difícilmente cumplió con cualquiera de sus fines posibles.

En primer término, si partidos y candidatos hicieron un ejercicio serio y autocrítico de su propia actuación en el debate del viernes, lo primero que deberían reconocer son sus enormes fallas a la hora de construir propuestas, y su estruendosa incapacidad para transmitirlas al público en general. Ninguno de los candidatos pasó de los lugares comunes, y ninguno fue capaz de al menos esbozar el contenido de los presuntos planes de gobierno que dicen tener. Más bien, en el campo sustantivo del debate, todos decidieron acudir a la propuesta demagógica de siempre, prometiendo más empleos, salarios, seguridad, medicamentos en los hospitales y cosas por el estilo. Lo que nunca pudieron explicar —y hasta evitaron pasar por el tema— fue cómo lograrían hacer todo lo que prometieron.

En segundo plano, debió encontrarse el intercambio específico entre los aspirantes a la gubernatura, y ahí también fallaron. Pues si terminológicamente, el aspecto medular de un debate está en la controversia, y ésta implica la discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas, entonces lo que vimos el viernes fue todo menos un debate. ¿Por qué?

Porque al margen de si hubo o no propuestas, lo que también la ciudadanía espera de quienes aspiran a gobernarla es su capacidad deliberativa y argumentativa de cara a las opiniones o ideologías opuestas, así como su destreza para sobreponerse en dicho intercambio. Nada de esto ocurrió porque el formato mismo del debate invitaba a posiciones acartonadas y calculadas, que no ofrecían la más mínima posibilidad de un verdadero intercambio —y hasta polémica— entre los aspirantes, no por sus antecedentes personales o políticos, sino por los planteamientos de gobierno, y de Estado, que se supone que también debieron reflejar en dicho ejercicio.

Si en todo eso hubo fallas, lo más lamentable es que éstas también ascendieron a la parte ruda de dicho ejercicio. En algún momento, casi todos los abanderados intentaron llevar a cabo ataques en contra de sus adversarios. Pero lo más que lograron hacer fue restregar aspectos de la vida política y desempeño en el sector público de sus adversarios que, además, son del todo conocidos.

En ese aspecto, nada nuevo hay bajo el sol. Pero lo sorprendente en este caso fue que, igual que en los aspectos anteriores, todos decidieron ocupar la posición cómoda de los ataques conocidos, y nadie mostró capacidad de desestabilizar a sus adversarios a través de argumentos, datos o antecedentes hasta ahora desconocidos.

EJERCICIO INSUFICIENTE

Es por eso que existe la posibilidad de afirmar que, estructuralmente, este tipo de ejercicios le quedan a deber mucho a la ciudadanía, que no puede ver a políticos interactuando, que tampoco tiene la posibilidad de escuchar o ver propuestas sustantivas así como los mecanismos operativos para llevarlos a cabo; que no puede ver ni el menor asomo de intercambio argumentado, y que ni siquiera puede ver un buen show de ataque y defensa entre los abanderados.

Por esa razón, si el órgano electoral de verdad pretende darle seriedad a estos debates, y si en serio tiene la intención de que esto pase de ser el mero cumplimiento a la regla no escrita de que en cada proceso electoral debe haber debates entre los candidatos a cargos públicos, entonces debieran pensar en modificar sustancialmente el formato del debate, sus reglas y hasta la forma en que interactúan sus participantes. En el fondo parece que el exceso de regulación está también convirtiendo a los debates en meros ejercicios anodinos de aparente propuesta entre abanderados, pero que no pasa por ningún requisito de seriedad, capacidad o responsabilidad para preparar lo que se supone que van a ofrecer a la ciudadanía para contribuir a forjar conciencia, y ganar adeptos.

LUGARES COMUNES

En la medida en que éste sea un ejercicio de irresponsabilidad e indolencia tanto del órgano electoral como de los partidos y sus candidatos, los debates seguirán siendo la misma insípida monserga que sólo algunas personas vimos el viernes. Ahora debieran medir cuánta gente vio el debate, y del total saber cuántos lo vieron por morbo, cuántos por obligación o algún deber (como el interés periodístico, por ejemplo), y cuántos por un sentido genuino de saber qué ofrecen los candidatos. El resultado sería sorprendente —y preocupante.

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