Partidos: que en 2018 no repitan la simulación en el ejercicio de la política

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Es desalentador que ninguna de las fuerzas políticas del país, parezca estar a la altura de los retos que impone nuestra democracia actualmente. Por un lado, en realidades paralelas el PRI y Morena están enfilados a hacer lo que, respectivamente, les marque un solo individuo para después vestir la decisión de democracia y aparente apoyo ciudadano. Y una tercera realidad, la del Frente Democrático por México, parece que las cosas siguen indefinidas tanto en lo que toca a la designación —o elección— de su candidato presidencial, pero también con relación a los temas que se supone que abordará como coalición de partidos y, de ganar, también de gobierno.

En efecto, estamos a muy poco tiempo de las definiciones políticas más importantes de los últimos tiempos en nuestro país, y sin embargo no existen aún los signos alentadores que pudieran hablarnos de un porvenir mejor. En este mundo mexicano plagado de paradojas, resulta que en el Partido Revolucionario Institucional —donde están muy próximos a definir su candidatura— toda la decisión está puesta en el Presidente de la República, y parece que el sentido de la decisión sólo tiene dos rumbos posibles: un orgánico puro como candidato presidencial —es decir, alguien químicamente puro emanado del grupo del Presidente—; o un “externo” que representaría un cambio que, sin embargo, tendría todas las características de ser todo menos eso.

No hace falta un análisis de profundidad: por un lado, el Presidente Enrique Peña Nieto podría decantarse por elegir como candidato presidencial a alguno de los que lo han acompañado en todo su periplo que lo llevó, desde el Estado de México hasta la Presidencia de la República. Esos tendrían que ser el actual canciller Luis Videgaray, el Secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño Mayer o, eventualmente, el Secretario de Gobernación —que fue gobernador en la misma época de Peña Nieto, pero que lo ha acompañado en todo su demás recorrido político— Miguel Ángel Osorio Chong.

Esos son los priistas orgánicos que podrían hacerse de la candidatura presidencial si la decisión tuviera como fondo la designación de un candidato “de la casa”, y en ello no habría mayor abanico a partir de que el grupo del Presidente se ha mantenido compacto a pesar de la necesidad de contar con una mayor cantidad de cuadros políticos. A todos los que no son parte de ese grupo, pero que son considerados, es de donde podría salir el supuesto candidato “fresco” que pudiera representar esa apariencia de cambio que tan bien le vendría al PRI en esta contienda presidencial.

En esa lógica sólo existen dos candidatos posibles: uno, el Secretario de Salud, José Narro Robles; y el otro, el titular de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, José Antonio Meade Kuribreña. De éstos tampoco hay mucho que decir. La perspectiva de que el secretario Narro podría ser candidato presidencial del PRI surgió cuando a alguien se le ocurrió que él podría ser el “Bernie Sanders mexicano”, es decir, ese militante del grupo gobernante, que sin embargo representa un sector relativamente radical dentro de los mismos parámetros del gobierno, y que tiene vasos comunicantes con sectores aún más radicales.

La idea surgió por el origen del doctor Narro y su larga y acreditada trayectoria como Rector de la UNAM. Sin embargo, fuera de la percepción, nada indica ni que él pudiera ser una especie de radical entre los moderados —porque al final de cuentas es priista— y tampoco que en realidad se encuentre en el ánimo presidencial como para escalar hasta la candidatura presidencial.

Así, en esa decantación de nombres el que queda es José Antonio Meade, que representa el principal orgullo del stablishment mexicano, y que en apariencia es la propuesta de cambio del PRI hacia los mexicanos. El problema es que esa propuesta de cambio no resiste mucho: en realidad, Meade representa lo más granado de los doce años de gobiernos panistas y del sexenio peñista; es un cambio porque es un ciudadano que no milita en el PRI pero que ha servido a ese gobierno, y a los panistas de la primera alternancia.

El problema que tiene es que en ese periodo no hay forma de hacer defendibles temas como la corrupción o el acelerado crecimiento de la delincuencia organizada. Por eso, su idea de cambio es muy endeble, ya que sólo significaría el cambio entre militante/ciudadano, pero nada con respecto a los temas más sensibles del gobierno y el Estado en México a lo largo de los últimos años.

LA OPOSICIÓN

En el otro frente está Andrés Manuel López Obrador, que no tiene ya mucho de novedoso. Su democracia interna como partido (Morena) será definida por una encuesta simulada, y ya sabemos cuál su propuesta de fondo como político, como potencial gobernante y como principal representante de la oposición en México. En realidad, tampoco hay forma de que podamos creer algo nuevo, salvo la simulación a la que ya nos tiene por demás acostumbrados luego de 18 años de búsqueda permanente del poder presidencial.

En el último flanco queda el Frente Ciudadano por México, que aunque tiene una posibilidad de plantear un escenario distinto, tampoco tiene esquemas muy alentadores. No ha definido, por ejemplo, cuál será el método a partir del cual elegirá a su candidato presidencial; pero tampoco ha hecho ni lo necesario para entrar a la discusión de fondo de cuáles serán los temas que deberá abordar como un posible gobierno de coalición si es que llegaran a ganar la Presidencia de la República.

En realidad, ese es otro ejercicio de simulación de los que ya no quisiéramos ver en México. Hemos sido testigos de cómo la evasión de los temas de fondo (los verdaderos asuntos de interés nacional) han quedado relegados bajo la inquina y la mezquindad de la partidocracia que asume que evadiéndolos evita los costos políticos. Por eso, es una mala noticia que el Frente Ciudadano por México no tenga la disposición para discutir los temas más complejos de la agenda nacional, que definitivamente debieran ser la médula de una alianza entre dos fuerzas tan lejanas como ellos.

¿QUÉ QUEDA?

Lo que queda, aunque suene a fastidio y a desánimo, es la exigencia —a nosotros mismos— de no dejarnos engañar. Queda claro que no hay ninguna propuesta de cambio, y que de fondo tampoco hay mucha disposición para afrontar los retos nacionales. Ese es un tema importante que se irá aclarando conforme se acerque la elección de 2018.

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