+ Rezago democrático tiene su origen en composición federal
Antes del año 2000, muchos tenían la percepción de que con el fin de los gobiernos emanados del Partido Revolucionario Institucional y la consolidación de la alternancia partidista en el poder federal, ocurriría casi en automático la transición a la democracia y la transformación de las estructuras del Estado. No fue así. Y lo que, más bien, parece haber ocurrido, es una regresión que se puede apreciar en toda su magnitud en la forma en cómo se ejerce el poder en las entidades federativas.
Hoy, no es extraño que a los Gobernadores de los estados se les llame —no se sabe si peyorativamente o en tono de alabanza— “virreyes”, “señores feudales” o “encomenderos”. Estas denominaciones tienen fuertes cargas históricas, pero también amplias explicaciones en el presente. En la última década, el país entero se ha negado a generar los contrapesos necesarios para hacer más equilibrado el poder. Y la figura de los gobernantes estatales, es la mejor prueba de cómo la posibilidad de transición a la democracia se quedó en una ilusión inalcanzable.
¿Por qué? Porque si bien en el ámbito federal el otrora omnímodo poder presidencial se decantó para dar peso a los órganos legislativo y judicial, ahí mismo no ocurrió la transformación democratizadora de las estructuras del Estado; y todos se olvidaron de que ese ejercicio avasallador del poder también se repetía en las entidades federativas. El resultado de todo esto, es que hoy se encuentran pospuestas indefinidamente las grandes reformas que necesita el país, y que los mandatarios estatales ejercen una influencia, poder y control sobre sus territorios, que no corresponde a las características de la democracia plena que aparentamos ser.
Así, esta se aparece como una desgracia doble. En el ámbito federal, la idea de que la alternancia de partidos llevaría a la transición democrática y al ejercicio de un mejor gobierno, simplemente fracasó. Diez años después de haber conseguido esa aparente primer gran victoria democrática, podemos darnos cuenta que de todos modos la sola alternancia no sirvió para mucho.
La prueba de todo eso, se encuentra en el hecho de que los gobiernos del Partido Acción Nacional no han sido mejores que los del PRI; que éste, a su vez, ha fracasado en su misión de ser una oposición firme y responsable, que lleve a los hechos aquel discurso de que lo que verdaderamente importa es el país; que la visión de los partidos de izquierda se encuentra extraviada por completo; y que, en general, la nación no ha encontrado ese estadío de bienestar, concordia y acuerdo, enmarcado por la democracia, que tanto se anhelaba.
El problema no es menor. En el más alto nivel —Presidente de la República, Congreso y Poder Judicial— siguen pendientes los cambios más sustanciales para darles viabilidad hacia el futuro. Así, sin transformaciones democráticas, la única diferencia en el ejercicio del poder antes y después del año 2000, es la del color del partido que lo detenta.
Nadie, ni en el oficialismo ni en la oposición, tuvo la visión de emprender esa misión democratizadora que, luego, tendría que haberse trasladado a las entidades federativas. Nada de eso ocurrió. La transición democrática se quedó en un impasible “para luego”. Y las reproducciones del poder presidencial en las entidades federativas se dejó en completa libertad. Por eso, no deberíamos sorprenderlos que hoy los gobernadores hagan con sus territorios, prácticamente cualquier cosa que se les venga en gana.
CONSECUENCIAS FUNESTAS
¿Cuál es el resultado de todo esto? Que hoy los gobiernos de las entidades federativas sean los “virreinatos” que tanto se señalan. Y este es un rasgo sintomático que se revela en toda su magnitud ante las definiciones políticas que ocurren en cada una de ellas. ¿No ha sido una práctica recurrente en los últimos años la de los gobernadores por imponer, a costa de todo, a la persona que lo sucederá en el cargo?
El problema no es sólo del ejercicio del poder o de la ética o la moral democrática. En realidad, eso parece ser lo de menos. La cuestión real se encuentra en la ausencia total de mecanismos de control —formales y fácticos— que equilibren el poder de los gobernadores, dentro y fuera de sus partidos y los grupos de poder sobre los que tienen influencia.
Por lo menos en el presente año, en todas las entidades federativas donde se renovarán sus respectivos gobiernos estatales, han existido fuertes señalamientos por la intervención directa y avasalladora del gobernante por imponer a su sucesor. En los años previos fue exactamente lo mismo. Pero esto resulta ser algo natural: cualquier político medianamente inteligente y entendedor del ejercicio del poder, sabe que si nadie tiene la posibilidad de presentarle una oposición real a sus pretensiones, él puede hacer lo que más le convenga.
Eso es lo que ocurre en las entidades federativas. Es una reproducción fiel y exacta de lo que ocurría hace tiempo en el poder presidencial. Y lejos de que, en los estados, esta práctica se eliminara con la alternancia de partidos en el poder federal, sus efectos se acentuaron. Esto, debido a que antes el Presidente de la República —jefe de Estado, jefe del Gobierno y jefe del Partido predominante— era el dique y el “filtro” de los gobernadores. Esa muralla del ejercicio del poder desapareció. Y como no hubo sustitución, los mandatarios estatales —que antes estaban subordinados al Presidente—, ahora sí pudieron ejercer su poder a plenitud, aunque después con desproporciones.
DOBLEMENTE MAL
Uno de los problemas, en todo esto, es la calidad de gobernantes que esos Mandatarios omnipotentes, están heredando a los territorios que gobiernan, y que a partir de terceros pretenden seguir controlando. Hoy, los “figurines” de poca capacidad de gobierno, se reproducen aceleradamente. Y la otra cuestión no menos grave, es que quienes hoy prometen “cambio” y un mejor gobierno, llegarán a sentarse exactamente a la misma silla que hoy ocupan quienes ellos descalifican. Y una vez sentados, ejercerán el poder como sus adversarios. Para que haya democracia, deben primero ocurrir cambios de fondo. Nada se resuelve con esperanza e, incluso, con la sola alternancia.
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