+ Bajísimo poder adquisitivo se combina el mercado y la debilidad industrial
El gasolinazo no se hizo presente en la resaca por el inicio del nuevo año, sino que más bien fue el esbozo de los malos augurios colectivos desde finales del año que se fue. Todos, por igual, repudiamos al combustible como al peor de nuestros males, y junto con ello, al gobierno que nuevamente nos castiga con un alza de precios injusta, traicionera y egoísta, que además provocará una cascada de incrementos en productos y servicios, que será sólo proporcional a la disminución de la calidad de vida de la generalidad de las personas. ¿Este malestar es culpa del combustible, del gobierno, del Presidente, o de quién?
En efecto, ayer se consumó el incremento más elevado al precio de los combustibles en mucho tiempo, y muchos seguimos preguntándonos qué pasa con esto. En realidad, resulta relevante asumir que la culpa no es de la gasolina o el diesel en sí mismos, y que tampoco es sólo responsabilidad de Peña Nieto o de alguien en específico.
Esto, más bien, es el resultado de décadas de abandono al sector energético; de la debilidad fiscal del gobierno, que también desde hace décadas ha pospuesto la necesidad de afianzar las finanzas públicas; y del estado de devastación en que se encuentra la clase trabajadora mexicana, lo cual se refleja en el pobrísimo nivel adquisitivo de los salarios en nuestro país. Vale la pena repasar el punto para comprender un poco mejor el contexto en el que ocurre este incremento al costo de los combustibles, y sus razones e impactos en la economía de la mayoría de las personas.
En esto, lo primero que debemos asumir es que esto no es culpa de la gasolina, pero sí de quienes no priorizaron o permitieron el desarrollo de la industria energética nacional. Hoy revive aquel viejo binomio —que podría parecer un argumento retórico, pero que tiene una dosis amplia de realidad— relativo a la tragedia mexicana que significa exportar petróleo crudo para después importarlo transformado en combustibles.
Hoy, cuando este incremento al precio final está determinado por el alza en los precios internacionales de la gasolina y el diesel, quizá nos venga a la mente ese escenario en el que México hubiera podido procesar su propio combustible para convertirlo sin necesidad de comprarlo al exterior. Eso no ocurre. Y por eso revivir la discusión sobre las refinerías, y sobre la reforma energética —pero no la actual, sino la que debió ocurrir hace décadas en México para hacer sostenible la industria petroquímica del Estado— es algo que, aunque ya resulta irremediable, sí es factor para entender por qué todos hoy estamos padeciendo los estragos de una industria que fue prodigiosamente rentable en otros tiempos, pero que se dejó caer por diversos apetitos políticos.
¿Cuáles? Apetitos de quienes, desde el Estado, no previeron la necesidad de nunca dejar de invertir en la creación de infraestructura, como en quienes se opusieron a ese crecimiento a partir de dogmas casi decimonónicos, como el de la propiedad del Estado sobre los energéticos, bajo los cuales —no defendiéndolos, sino utilizándolos— impidieron el desarrollo de Pemex como cualquier otra empresa que debe reinvertir cierta parte de sus ingresos para seguir siendo viable y productiva en el mediano y largo plazo.
DRAMA PETROLERO
Otra de las verdades que apenas si se distinguen es que, fiscalmente, la renta petrolera se acabó, y por eso es casi imposible que el Estado mexicano toque los ingresos que percibe por los impuestos que aplica a los combustibles. ¿Qué significa que la renta petrolera ya no exista? Básicamente, que Pemex hoy es una carga y no una fuente de ingresos para el Estado. Es decir, vender petróleo dejó de ser negocio. Hoy, una parte de esos ingresos que se perdieron por la venta petrolera, están recuperándose con la venta de combustible al usuario final —que somos nosotros los ciudadanos.
A eso hay que agregarle otro factor: las finanzas nacionales son tan débiles que es imposible pensar en cualquier tipo de recorte a los ingresos. Antes, con el precio controlado del litro de gasolina, si ésta subía o bajaba significaba un impacto al intermediario, que era el Estado. Esto se volvió insostenible, y por eso el gobierno liberó el precio para que sea fijado por el mercado, dejando a salvo sus ingresos. Por eso fue tan significativo el incremento y por eso, con todo y el monumental costo político que eso significa, las finanzas nacionales ni pueden soportar la posibilidad de seguir subvencionando las gasolinas, y mucho menos pueden considerar la posibilidad de que éstas bajen de precio a partir de que el Estado sacrifique los impuestos que cobra por ellas.
SALARIOS Y GASOLINA
En todo esto, hay un último factor: el precio del combustible en México sigue siendo competitivo respecto al resto del mundo. Lo que no reconoce el gobierno es que lo que sí resulta una traición y un sacrificio enorme para el mexicano promedio, es la ridiculez del monto del salario mínimo. No importa cuánto cuesta el litro de combustible, sino cuánto hay que trabajar para ganar el dinero necesario para comprarlo, y proporcionalmente cuánto del ingreso total de una persona significa el costeo del combustible. Ahí es cuando todo se atora, y cuando queda claro que el problema no es nada más de la gasolina, ni de Peña Nieto, sino del modelo de irrealidades bajo las cuales se ha venido construyendo este país, que no deja de apretarse el cinturón de los sacrificios, a la par que desdeña el futuro hasta que llegan momentos como éstos.